La aparición de unas pintadas en inglés y catalán en lugares estratégicos del casco antiguo de Palma, con mensajes contra los turistas y el turismo, ha provocado un aluvión de críticas y propiciado un debate ciudadano sobre el efecto negativo que pueden tener para nuestra principal industria, sobre todo en un momento en que es muy fácil magnificar mediáticamente lo que no pasaría de ser una acción marginal, pero planificada para lograr eco por su agresión a edificios emblemáticos del casco histórico y con el oportunismo de aprovechar demagógicamente lo que se prevé como un año turístico excepcional.

Todo parece indicar que responden a la actuación de contadas personas que crecen en el terreno abonado por cierto radicalismo de salón que propaga la fobia contra las terrazas y contra la construcción de hoteles en edificios degradados del casco histórico. En todo caso, además de antiestéticas, resultan también molestas tanto para el ciudadano estable como para el visitante ocasional. Pueden provocar una impresión irreal al turista en el sentido de que su presencia es mal vista y en consecuencia incomodarle para próximas estancias. El Ayuntamiento y Emaya, tras alguna incoherencia inicial, han reaccionado finalmente de forma adecuada al dar orden de limpiar el despropósito de las pintadas.

En modo alguno se puede caer en la simplicidad de asociar esta forma de contestación a momentos de saturación que afectan a Palma, especialmente en los días de llegadas de cruceristas. Tampoco constituyen una respuesta preventiva ante una temporada turística que se alargará mucho más de lo habitual y romperá todos los récords conocidos de visitantes. No se puede obviar que, en parte, esta bonanza y esta alta demanda que pondrá a prueba la capacidad de oferta y los alojamientos de Mallorca, responde a una confluencia de hechos coyunturales que dejan a la isla como refugio seguro y asequible en comparación con otros mercados competidores que en estos momentos están afectados por distintos tipos de inestabilidad.

Las autoridades, empezando por el propio vicepresidente del Govern y conseller de Turismo y representantes de distintos operadores turísticos, se han apresurado a descalificar y quitar hierro a actuaciones puntuales salidas de tono. No se puede tolerar que unos actos de incivismo acaben lesionando, aunque sea mínimamente, el sustento y la economía de toda Mallorca. Eso es hoy, y desde hace décadas, el turismo en esta isla, la estructura básica y mayoritaria de su actividad empresarial y laboral con un potencial creciente que va en detrimento de otros sectores, pero que ha permitido a Balears liderar la salida de la crisis en España.

Es verdad que la saturación turística en un territorio limitado y con infraestructuras, como los recursos hídricos, exprimidos al máximo, puede ocasionar agobios y problemas puntuales en horas y días concreto. Pero el acierto estará en la capacidad de regular y arbitrar el fenómeno creciente, en vez de alentar o tolerar reacciones de rechazo ocasional como las pintadas. Sin ir más lejos, la alta demanda aconseja regular cuanto antes todos los aspectos de los alojamientos y alquileres turísticos.

El vandalismo debe ser prevenido en la medida de lo posible y si llega a producirse, sancionarse. Unos pocos no pueden manejar a su antojo el patrimonio ni los intereses públicos y particulares de todos. En todos los sentidos, desde lo material hasta lo económico y social.

Mallorca se enfrenta al reto de adecuar sus infraestructuras básicas a la alta demanda turística de la que vive. También a la de conjugar identidad y estabilidad con capacidad de servicio y alojamiento sin renunciar a la calidad. Es un debate que deberá implicar por necesidad a todos los agentes sociales.