Cambiando también de sentido, un obelisco de Luxor pasó a simbolizar a la Concordia en la plaza homónima de París, en el lugar donde fueron guillotinados miles de ciudadanos durante la revolución francesa. Y ésto nos lleva a considerar los espacios del dolor. Todas las ciudades los poseen. Lugares en los que se ha ajusticiado o perseguido con todo tipo de motivos sean religiosos, raciales o políticos. Cuánto dolor concentrado en las zonas consagradas por sus promotores como ámbitos de la represión ¿Son culpables estos lugares de la infamia de aquéllos que la perpretaban? ¿Podemos culpar a la plaza Mayor de Madrid o la plaça Gomila de Palma de los detestables autos de fe que en ellas se celebraron?. ¿Es culpable el call de Ciutat, del horrible genocidio de centenares de judíos durante el asalto de 1391? Es evidente que, la memoria de lo que en estos lugares ocurrió, produce congoja a cualquier persona sensible. Pero, sin apostar por la amnesia, entiendo que estos espacios soportaron el dolor que se les impuso pero eran en sí mismos absolutamente inocentes. Porque no podemos hacer pagar los desmanes de nuestros antepasados a los ámbitos en que fueron realizados. Los ejemplos serían muy numerosos. Y si el prurito interpretativo es estricto pocos serían los ámbitos que se librarían de la infamia. Porque, en toda ciudad han existido lugares contaminados, visitados y empleados por déspotas, tiranos y rígidos puritanos.

Frecuentemente se alude a que los rastros de los totalitarismos del siglo XX se han suprimido totalmente de los países afectados. Esto no es cierto ni el caso de Italia, Alemania o Rusia. Y los ejemplos serían numerosísimos. Naturalmente se les ha eliminado el simbolismo de enseñas o inscripciones pero subsisten con otras funciones. Vuelvo a repetir que no quedaría nada en pie si intentáramos borrar absolutamente todo lo ensuciado. Porque el dictador, en la misma visita que supuso la inauguración del hito de la Feixina, también asistió al traslado de los despojos del último rey de Mallorca a la capilla de la Trinidad de la catedral de Palma, rehabilitada convenientemente para la ocasión. Llevado al extremo ¿cualquier rastro de lo nefasto se convierte en canditato a la destrucción?

Volviendo al principio todo depende de la voluntad para forzar la barrera fluctuante entre los significantes y los significados de unos signos que portan la carga de consagrar su existencia a la memoria y que por ésto se han considerado monumentos (del latín monumentum: medio para recordar cualquier cosa). Pero somos libres para negar sus significados o despojarlos completamente de ellos; podemos obligarlos a dejar de ser monumentos. Así despojados de énfasis simbólicos asumiran su verdadero papel: ser hitos formales, en definitiva, una forma más de la ciudad. Naturalmente, debemos conservar la memoria, y tener siempre presentes a los culpables, pero no tiene ningún sentido proponer la destrucción de formas u objetos inocentes empleados por aquéllos. No se me olvida la conservación durante la revolución rusa de los palacios imperiales símbolos del despótico poder de los zares, porque las razones esgrimidas para su conservación todavía me parecen todavía útiles. Tampoco el que la República Francesa mantenga los monumentos de una realeza que contribuyó en sus orígenes a eliminar.

Frente al vandalismo y la destrucción, que también han existido, tal vez sea una característica de la historia europea sobre esta cuestión, la capacidad de conservar, eliminando los significados de unas instituciones y símbolos que ingénuamente aspiraron ser eternos. Pero ni los que los promovieron lo han sido ni sus ideas ni sus instrumentos tampoco. El cambio de significados o simplemente el prescindir de ellos supone acercarse humildemente a los objetos, no traspasar su propia materialidad, restándoles las intenciones de sus promotores. He aquí la gran revancha: ya no sirven para significar. Y el resultado puede ser anodino si se quiere, pero la desvirtuación se nos revela más útil y más barata que la destrucción. Puede ser también contradictorio, porque la mezcla es paradigmática de las servidumbres implicitas todo colectivo o persona, frente al puritanismo poseedor de la verdad absoluta.

Forzar o eliminar sus significados, poner en relieve la mixtificación, lo heterogéneo, es asumir a través de la voluntad las contradicciones de la condición humana. Y de paso redimir a unas piedras inocentes que, todavía absurdamente, se emplean en un sentido u otro para promover su destrucción o su conservación. Todos los que mantienen un elemento arquitectónico o urbano adjetivado se equivocan porque personifican en unas pobres piedras la nefasta conducta de sus promotores o les dan más valor que éstas tienen. ¿Por qué no dejarlo así, desnudo, como el hito que ha sido durante casi setenta años? Merece estar rodeado de apacibles paseantes ensimismados que apenas reparen en él, libre por fín del énfasis que le otorgan políticos, arquitectos, historiadores y ciudadanos.

(*) Profesor emérito de la UIB