Estados Unidos no ha tenido jamás un presidente judío ni la España reciente uno catalán, no necesariamente por los mismos motivos. Para abstraerse del año y medio del general Prim en 1869, y de los 37 días de Pi i Margall en 1873, cabe centrarse en la fase democrática en curso. Y al perfilarse las elecciones generales del año próximo con tres candidatos que no parecen muy catalanes, se redondeará el medio siglo de exclusión desde la muerte del dictador. A diferencia de lo que ocurre con la Constitución, el cumplimiento de esta ley no es ineluctable. Dado que la suspensión de la independencia conllevará un superávit de políticos en Cataluña, esta afluencia debe encauzarse para que llegue uno de ellos a La Moncloa, el primero de su estirpe.

Abundan las autonomías que no han colocado a uno de sus hijos ilustres en La Moncloa, pero sorprende a la estadística que se ausente de la relación una comunidad vanguardista en lo económico, académico y científico. La reiteración de la omisión obliga a asignarle un significado, tal vez se considera poco recomendable que un catalán presida el Gobierno español. Curiosamente, un cordobés de nacimiento presidió Cataluña, y cumplió el encargo de alertar a Madrid sobre una desafección incipiente entonces y hoy en carne viva.

Cabe disipar la tentación de atribuir a los catalanes una falta de combatividad, en el instante decisivo de enfrentarse a otros candidatos con el título de presidente de Gobierno de España en juego. Nunca han ganado unos comicios, pero tampoco los han perdido en ninguna ocasión. Es decir, en las once elecciones generales celebradas hasta la fecha no ha comparecido un aspirante catalán en condiciones. Hubo políticos de tan distinguida cuna que escucharon cantos de sirena. Por ejemplo, Piqué, aunque no el compañero de Shakira que solo aspira a presidir la Generalitat. Por ejemplo, Carme Chacón. Cuesta creer que el azar explique el desalojo de ambos a empellones de la antesala del paraíso.

El recuento quedaría incompleto sin mencionar la Operación Roca de 1986, a bordo del espectral Partido Reformista Democrático. Este descenso a La Moncloa desde las alturas celestiales se estrelló con sonoridad semejante a la defensa de la Infanta Cristina. Fue el fracaso más caro de la política española. Tres décadas después sigue sin aparecer un candidato catalán, aunque la audiencia permanece muy atenta a Ada Colau.

El Gobierno marcial de Rajoy advierte a Mas de que la fiscalía estará "muy pendiente de sus pasos". Un ministerio público "muy pendiente" del Gobierno desbarata toda hipótesis de unos fiscales independientes. La Moncloa se refugiaría así en el rencor generalizado que descarga sobre la clase política catalana. Con la posible excepción de Sánchez Camacho, líder de la séptima opción política en dicha circunscripción. La explicación más exacta sobre la carencia de catalanes en la presidencia del ejecutivo figura en La ciudad de los prodigios, tal vez la mejor novela ambientada en Barcelona. Eduardo Mendoza describe a los hombres de negocios de su tierra con avisadas palabras. "Para ellos el dinero constituía un fin en sí, en sus manos nunca fue un medio para hacerse con el poder, nunca se les ocurrió usarlo para tomar en sus manos las riendas del país".

El poco sospechoso Mendoza afronta el problema de modo radical, los catalanes no quieren gobernar desde Madrid. Ni siquiera comparecen a las fases preliminares del reto, "quizás porque ellos siempre se habían considerado en el fondo un mundo aparte, desgajado del resto de España". De aceptar esta teoría, no se asiste a una exaltación de valores patrióticos siempre de incierto cuño, sino a la hipertrofia del ensimismamiento catalán. La pretensión de arrancar a Cataluña del solipsismo, sin ofrecerle a cambio la oportunidad del Gobierno, retrata una cicatería que ningún pueblo comerciante aceptaría. Máxime cuando la televisión global ha permitido la comparación reciente, a cargo de la audiencia, de un president medianamente articulado como Artur Mas con un prodigio de la abulia discursiva como Rajoy, en cuyos labios los catalanes son estimulantes porque "hacen cosas". El desaparecido Gallardón sigue siendo el único político que ha diagnosticado correctamente el problema, al sentenciar en el Financial Times que "la independencia de Cataluña sería el fin de España". Un presidente catalán es el primer paso para evitar tan enojosa secuela del proceso en marcha.