Los incendios y fogatas en la oscuridad remiten a la noche de los tiempos, a la barbarie y a la guerra. Uno piensa en El triunfo de la muerte, de Brueghel el Viejo y recuerda esos incendios nocturnos que hablan del miedo y la desolación de la guerra. Ha ocurrido en tiempos antiguos, pero sigue ocurriendo ahora: las llamas en medio de la oscuridad. Hay una escena de Doctor Zhivago en la que el tren pasa al alba por un pueblo arrasado. Hay tablones quemados, ceniza en la nieve, columnas de humo, casas que todavía arden. No se ven hombres ni jóvenes, sólo mujeres vestidas de negro. Una de aquellas mujeres cuenta que su pueblo fue incendiado primero por rusos blancos al haber dado refugio a unos revolucionarios; después volvieron a incendiarlo los comunistas por haber acogido a zaristas. "Lo cierto es que no dimos refugio a los revolucionarios „dice la mujer„ ni acogimos a zarista alguno. Pero eso, tanto a unos como a otros, les importaba poco".

He pensado en la pintura de Brueghel „el artista, también, que mejor ha pintado la paz en su Cazadores en la nieve„ contemplando las escenas de la plaza de la Independencia en Kiev. Allí los parapetos y barricadas no se hacen con sacos terreros sino con sacos de nieve apelmazada. Allí también hay fuego: llamaradas y fogatas iluminando la noche y los edificios modernistas de alrededor, como en un maléfico retorno a la Edad Media. Muchas de esas escenas calientes podrían pertenecer al tétrico cuadro de Brueghel. De repente, hace una semana, apareció entre esas llamas una catapulta. Una catapulta de madera „idéntica a las de tantos asedios medievales„ que arrojaba piedras a las tropas antidisturbios. Poco después un hombre con una especie de armadura y otro agitando unas cadenas en las que sólo faltaba la bola con púas en el extremo, se recortaban también frente a las llamas. Y uno piensa que si eso son los europeístas... lo que deben de ser los rusófilos.

Mientras tanto, los popes ortodoxos se posicionan a un lado y a otro de las barricadas, como ha ocurrido siempre. Y aparece la resistencia chic en una guapa diputada pelirroja que asiste al Parlamento con un chaleco antibalas a medida y un aire a Scarlett Johansson agarrada al teléfono móvil. La catapulta, el móvil y el chaleco, o la revolución posmoderna.

Digamos que a todos nos gusta Scarlett Johansson. Y en ese todos incluyo especialmente a Woody Allen que hizo con ella en Match Point lo que Orson Welles con Rita Hayworth en La dama de Shanghai. De tanto que le gustaba a Welles la Hayworth (llegó a casarse con ella), destrozó a Gilda tiñéndola de rubia platino y disparándole en una galería de espejos que iba agrietando y desmoronando su reflejo: el de su rostro y el de su cuerpo. Woody Allen celebró el esplendor de Scarlett Johansson en Match Point, pero también la hundió en la miseria histérica a partir del momento en que queda embarazada y su metamorfosis la conduce a la decadencia, perdiendo todo su encanto y toda su sensualidad. Como Allen no quiso ser menos que Welles, también ahí introdujo un asesinato.

Imagino que a la dirección de Oxfam „una ONG cuya filosofía, hasta donde sé por Intermón, merece mis respetos„ también debe gustarle mucho Scarlett Johansson para elegirla como imagen pública o embajadora por esos mundos. (Yo conocí a alguien que quería ser alcalde de su ciudad sólo para poder invitar a Sigourney Weaver, que también le gustaba mucho). Por eso suena a despecho la campaña organizada contra Scarlett Johansson al "preferir sus ingresos a la solidaridad" (sic). Vamos a ver. Scarlett Johansson „sí, a mí también me gusta„ no ha preferido sus ingresos a la solidaridad. Eso es burda y malévola contrapropaganda.

Scarlett Johansson anunciaba las bondades de una gaseosa israelí que se produce en los territorios ocupados „en una fábrica donde, por cierto, trabajan hebreos y palestinos„ y anunciaba también las bondades de Oxfam. Alguien ha considerado que esto era una afrenta a los palestinos por la política israelí de los asentamientos y ha conminado a Scarlett Johansson a abandonar la publicidad de la gaseosa opresora, por lo visto incompatible con Oxfam. O en su defecto, a abandonar Intermón. Scarlett Johansson ha sido fiel a sí misma „ella es judía„ y ha preferido defender un producto de su tierra de origen „o de su tierra prometida, aquí tanto da„ que claudicar ante las exigencias de la ONG.

Es decir ha escogido la solidaridad que considera más oportuna, no el dinero (que tiene suficiente). De ahí que la campaña de desprestigio „porque lo es en toda regla„ acusándola de haber preferido el oro a la solidaridad, tenga todo el aspecto de maniobra despechada y resentida. A otro perro con ese hueso, por mucho que la gaseosa pagara, y Oxfam no. Aunque la acusación „como todo lo malo en esta época„ haya tenido gran éxito y en los periódicos de esta semana, Scarlett Johansson aparezca como una bruja avariciosa que martiriza palestinos. Ni Woody Allen se habría atrevido a tanto.