En Siria, el recuento de muertos continúa creciendo: ya están censados 126.000. Pero la comunidad internacional ha dejado de preocuparse: el sátrapa, cabeza de una horrenda dictadura hereditaria, está definitivamente a salvo después de que los Estados Unidos se quitara el problema de encima fingiendo que creía que Bashar el Assad iba a desprenderse de todas sus armas químicas. De las mismas armas químicas con las que, antes del ultimátum, fueron brutalmente asesinados millares de disidentes. La guerra sigue, pero „y ahí está el drama„ nadie tiene interés en que termine. Si vence el Assad, el mundo tendría que soportar a un tirano repulsivo, capaz de desestabilizar la región. Si es derrotado, nada garantiza que los nuevos amos de Irak no sean los radicales cercanos a Al Qaeda que están luchando junto a otras facciones para derribar el régimen de Damasco.

En definitiva, diríase que las potencias apuestan por mantener indefinidamente este conflicto de relativamente baja intensidad, sin prestar la menor atención a los millones de ciudadanos que se debaten entre el terror y el hambre. Éste es nuestro mundo. Ésta es la hipocresía que mueve los engranajes de la diplomacia mundial.