Volvemos a lo de siempre: el derecho a la libertad religiosa invalida, por sentencia delTribunal Supremo, cualquier disposición de las administraciones públicas que impidan a la mujer desaparecer como tal de los espacios públicos. El Supremo ha dictaminado que la libertad religiosa ampara a la mujer que se hace invisible mediante la utilización del burka. Es una decisión vejatoria para su dignidad. La despoja de su condición de ser humano. Si elTribunal Supremo fuese coherente con su decisión, amparará igualmente a la mujer que, aduciendo el respeto a sus creencias, decida ir desnuda por la calle, mostrar su "monte de Venus", al igual que el hombre que exhiba su "nobleza", basándose en principios religiosos, también deberá ser amparado por la ley. Los jueces del Supremo no lo harán. Por lo mismo, queda invalidada su decisión favorable al repugnante burka.

En Europa nos las estamos viendo con un asunto en el que no caben las medias tintas, que tanto gustan a determinadas progresías, siempre incómodas cuando se trata de acotar algunas conductas de la inmigración, ante las que no se puede invocar el derecho a la libertad religiosa, como acaba de hacer el Tribunal Supremo, porque no es ella que anda en juego, sino el respeto a la mujer, a su dignidad como persona. El burka constituye una de las más groseras expresiones de supeditación de la mujer al hombre en el mundo islámico. Constata que no son iguales en derechos; al contrario: están supeditadas a la voluntad de varón. Las vestimentas islámicas, incluido el aparentemente inofensivo velo, son una exhibición de sumisión. Si donde el islam es la religión mayoritaria e impregna los códigos civiles y penales, no solo se admiten, sino que se aconsejan o son obligatorios los ropajes que ocultan a la mujer, para que sea una sombra de invisibilidad, en Europa es intolerable, aunque se argumente el respeto a la libertad individual, a las creencias religiosas o a la identidad cultural.

No son elementos válidos, porque en ellos late la aceptación de que la mujer es un ser inferior, carente de los derechos que sí se le reconocen al hombre. Cuando se aduce que es la propia mujer la que proclama que quiere utilizar tales vestimentas, la respuesta es obvia: la igualdad de todos los ciudadanos en los países europeos no puede ser menoscabada. No vale la pena entrar en explicaciones sobre los concienzudos lavados de cerebro, en el que tan expertas son las iglesias y sus clérigos; no hay margen para que las mujeres asuman el burka y demás prendas islámicas de parecida hediondez moral: violentan los códigos de la sociedades que las han acogido, en las que la Declaración Universal de los Derechos Humanos es piedra angular. Serán asumibles en las tierras del islam, pero no en el seno de la Unión Europea. No todos los componentes pretendidamente culturales y religiosos que vienen con los inmigrantes han de ser aceptados. Nadie tolera la ablación del clítoris, tenida por costumbre arraigada en determinados países africanos, como no se considera aceptable la poligamia, igualmente contemplada en el islam, cuyas sociedades son escasamente o nada identificables con las occidentales. En ellas, el laicismo y el relativismo, que posibilitan elejercicio libre de cualquier religión, aunque a las iglesias les produzca una profunda irritación, al ser cuestionados los dogmas que consideran inamovibles, son la excepción. Las primaveras árabes, jaleadas en Occidente con absurdo entusiasmo por quienes no quieren ver lo que persiguen los movimientos islámicos, han servido para que los incipientes laicismos hayan sido arrumbados: se ha comprobado en Túnez, Egipto e incluso en Turquía, donde la República laica de Atatürk está siendo concienzudamente demolida por el primer ministro Erdogán, supuestamente moderado, copatrocinador, junto al expresidente Rodríguez Zapatero, de la denominada "alianza de civilizaciones", que ha sido una herramienta utilizada por todas las iglesias, incluida la católica, para reclamar más protagonismo y poder de influencia, además, por supuesto, de las siempre deseadas ayudas financieras.

La sentencia del Tribunal Supremo habrá satisfecho a la Iglesia católica, que observa con desasosiego la implantación de cualquier ley que dificulte su adoctrinamiento. A nuestros obispos les disgusta que se prohíba el burka. No es que pretendan emularlo; sucede que temen por sus propias normas de conducta, que quieren imponernos a todos, aunque en España han caído en un insondable desuso. Para sus ilustrísimas, bienvenido sea el burka si con su aceptación se salvaguardan las directrices del episcopado dirigidas a unos fieles que casi nunca les hacen ni puñetero caso. Lo malo para sus intereses es que, tras la decisión delTribunal Supremo, a los poderes públicos no les quedará otra que legislar más pronto que tarde para erradicar el burka de las ciudades españolas. Lo han hecho en otros estados europeos y la norma se impondrá en todos los territorios de la Unión.

Lo irritante de la sentencia del Tribunal Supremo es que al validar el burka, dan por bueno lo que tras él se esconde; se puede interpelar a los magistrados si consideran que la mujer no es un ser humano al que le corresponden los derechos reconocidos a los varones de su especie. Posiblemente ni tan siquiera han pensado seriamente en las implicaciones que lo que han acordado guarda. Cuesta creer que los jueces conscientemente acepten una discriminación tan estridente como la que el burka establece. Puede que el Tribunal Constitucional corrija el entuerto. De no ser así, es a los legisladores a los que corresponde actuar de inmediato.