Si se me permite el pecado venial de la autocita, diré que ayer, jueves, presentamos en Madrid un ensayo propio titulado "El futuro de la socialdemocracia. Ideas para una nueva izquierda", de la mano de Ángel Gabilondo, ese intelectual clarividente que hubiera realizado un extraordinaria reforma educativa por consenso en la legislatura anterior si los de siempre no se hubieran terminado asustando de no ser en este caso sectarios. Pero no voy a hablar de mi libro, que sólo tiene sentido para ser leído, sino de la socialdemocracia, que en poco tiempo ha conseguido dos triunfos en un contexto dominado todavía por las misma inercias ultraliberales que estuvieron en el origen indiscutible de la gran crisis financiera internacional que nos ha sumido en la dilatada recesión que padecemos: tras la victoria de François Hollande frente a Sarkozy en primavera, Obama ha logrado en otoño un segundo mandato frente al republicano Romney.

El contraste ideológico entre la derecha hoy hegemónica en Europa y la socialdemocracia en horas bajas ha quedado mitigado por una fuerte nivelación en los idearios. En la práctica, las políticas económicas son las que más difieren: en tanto unos postulan estimular la demanda mediante acciones expansivas (Obama), otros prefieren limitar drásticamente el gasto para lograr el equilibrio y sanear supuestamente el sistema (Merkel). En realidad, este dilema no es optativo: Obama puede financiar de forma prácticamente ilimitada la expansión de la economía con cargo al déficit porque encuentra financiación barata en los mercados internacionales; en cambio, los países europeos tienen dificultades conocidas para hacer lo propio€ a menos que obtengan el aval de Bruselas, que hoy por hoy no se otorga „por voluntad de Alemania„ a menos que se acepte pasar por las horcas caudinas del Pacto de Estabilidad.

Ambas opciones no son sin embargo neutras: la derecha cree que sus soluciones radicales, aunque evidentemente lesivas para grandes capas de población, terminarán llevando a todos a la prosperidad, y ello justificaría sobradamente el sufrimiento que habrá costado llegar a ella. La izquierda socialdemócrata, en cambio, cree que el fin no justifica los medios y que es preferible avanzar más despacio a cambio de hacerlo todos juntos. Por añadidura, los conservadores han acuñado tópicos, marcos conceptuales, que el progresismo no ha sabido desmontar: lo público es ineficiente, el sector público resta espacio a la economía productiva, etc., asertos jamás demostrados que han sido apaciblemente asumidos por el hemisferio de babor, hasta el extremo de que ha llegado a decirse que ´bajar impuestos es de izquierdas´.

La crisis no ha acabado y a su término se generará muy probablemente una nueva demanda de estado de bienestar, que saldrá de ella laminado. Ese sería el momento de reconstruir un centro-izquierda basado en los clásicos valores de la solidaridad, así como de regenerar una nueva derecha, fundada en vectores liberales y no al servicio de intereses financieros espurios, hábilmente disfrazados de benefactores de la humanidad. A fin de cuentas, el progreso democrático, que ha de ser dinámico, se basa en el contraste dialéctico entre opciones distintas, en pos de la síntesis cambiante que marque en cada momento el camino de la modernidad.