La mayoría de los comentaristas –todos, en la práctica, salvo los que no son otra cosa que la voz de su amo– han sostenido que la huelga general de hoy no sería ni por asomo la misma de haberse producido un resultado distinto en las elecciones andaluzas. El presidente Rajoy está batiendo records no sólo de reformas en las principales leyes que acotan el mundo económico; ha generado un ritmo insólito de cambios en la voluntad ciudadana cuando aún no llevamos ni medio año desde que comenzó su tarea de gobierno. Que cerca de medio millón de votos de un electorado tan fiel como es el del Partido Popular se haya perdido en Andalucía entre las elecciones generales y las autonómicas pone de manifiesto un fenómeno harto extraño.

En principio, las razones objetivas que pueda haber para seguir la huelga o hacer caso omiso de ella e ir al trabajo tienen poco que ver con lo que sucedido en el enésimo intento del Partido Popular de hacerse con el feudo socialista del sur. Pero lo que sí cuenta es la posible reiteración de las advertencias. La suma de lo que hoy suceda y lo que fue el resultado electoral del domingo pasado supone un punto de encuentro cuya valoración debería hacer con harto cuidado el Gobierno no sólo por razones de conveniencia política propia sino por lo mucho que nos va en ese envite a todos los españoles.

Caben pocas dudas acerca de que una huelga no va a resolver el drama en el que se encuentran los cinco millones de parados que se esperan en este año. De hecho, poco más puede hacer el consejo de ministros, más allá de lo que ya ha hecho, para equilibrar una situación de marasmo que, si bien es cierto que obedece en buena parte a los disparates del presidente Rodríguez Zapatero, resulta hoy competencia y responsabilidad absoluta de Mariano Rajoy. Puestos a confiar en los milagros, ojalá que un cambio de trayectoria política en Francia y Alemania permita que la Unión Europea abandone la estrategia suicida de sanear la deuda soberana a cambio de sumirnos en una depresión económica aún peor. Pero mientras eso sucede –o no sucede–, el Gobierno tiene que actuar con las evidencias que le lleguen desde la huelga de hoy añadidas a las generadas por las elecciones de hace cuatro días. Si hay algo que dicen a las claras esas señales, incluso antes de saber cómo ha ido el día de hoy, es que una parte importante de los españoles no han entendido los por qués de unos ajustes durísimos. Así que el presidente Rajoy se merece un suspenso en capacidad pedagógica. Es lo malo que tienen las mayorías absolutas: dan a entender –de forma del todo errónea– que las explicaciones sobran. De hecho, son cada vez más necesarias porque el control del Parlamento no equivale al convencimiento de los ciudadanos. Además de gobernar –que ya era hora– y de asumir compromisos dolorosos, Rajoy debería dialogar, y no precisamente con los mercaderes de Convergència i Unió, antes de que sea demasiado tarde.