Hace unas pocas semanas, la aparición en la pantalla de la televisión de una rutilante Teresa Fernández de la Vega, ex vicepresidenta del gobierno de Rodríguez Zapatero, con motivo de una sesión del Consejo de Estado, conmocionó a buena parte de una deprimida y pesimista España. No hubo reunión profesional, tertulia de amigos, chismorreo de vecinas, charla de barra de bar o incluso encuentro literario donde no se reflejara una mezcla de estupor, sorpresa y regocijo por la impactante transformación de una hasta ayer arrugada señora de pelo lámpara-de fibras-ópticas en una espléndida belleza que, milagro, seguía siendo la misma de la Vega. Ni ojos achinados por los estiramientos, ni belfos varicosos de colágeno o la herida sangrante en lugar de boca de Tita Thyssen, ni nariz respingona de serie, ni parálisis de rostro plano y sin expresión; media melena rubia con volumen. Naturalidad y seducción. Sin duda la misma persona, de sesenta y dos tacos, pero mejoradísima. Todo un logro.

Ella niega haber recurrido al quirófano, al estiramiento de piel y músculos faciales. Ha aparecido un tal doctor Chams –no sé por qué, aparte de la eufonía, me recuerda al célebre capitán Khan que en Bangkok entregó a Luis Roldán–, que con un notable desprecio a la deontología que debe guardar un profesional de la medicina en relación a la confidencialidad sobre sus pacientes, se ha extendido en detalles sobre su supuesta clienta, sin afirmar ni negar nada, pero hablando de un coste de 15.000 euros, de bótox, ácido hialurónico, etc. y de lo espectacular que lucía de la Vega. No sé si ese galeno es ya millonario. Si no lo es lo será. Su dirección de correo electrónico ya ha sido ofrecida a una muchedumbre de ansiosos que objetan algo de sí mismos.

Nada nuevo es en los sueños humanos el mito de la inmortalidad y de la eterna juventud. Hasta hace poco se habían limitado al ámbito literario. Mefistófeles le ofrece a Fausto, en la obra de Goethe, a cambio de su alma, juventud y conocimiento hasta que muera. En el drama se escenifican las relaciones entre el bien y el mal, la moral y los límites de la naturaleza humana. En la novela de Oscar Wilde, Dorian Gray, pintado por Basil Hallward, es aleccionado por Henry Wotton: "Lo único que vale la pena en la vida es la belleza y la satisfacción de los sentidos". Mientras a lo largo de los años se abandona al hedonismo y hasta al crimen, su imagen pintada envejece mientras él mantiene la primera imagen del cuadro. A su muerte se intercambian las imágenes: la del cuerpo muerto, degradada y repugnante, sólo identificable por los anillos, con la frescura y la lucidez de la adolescencia el retrato. La vanidad, la locura y la enajenación son las facetas del verdadero tema central: el narcisismo.

Lo nuevo es la ruptura frente a la tradición de la izquierda. La izquierda ha bebido históricamente más de las doctrinas estoica y epicúrea –más cercanas de lo que comúnmente se cree–, basadas en el equilibrio y no en la desmesura de las pasiones –la hybris–, que del hedonismo pagano. En la antigüedad se glosó el valor de la juventud, la energía y la belleza, pero también se reivindicaba la vejez como fuente de sabiduría y conocimiento. El estoicismo impregnó al cristianismo, especialmente a Agustín de Hipona, también a un emperador romano, Marco Aurelio, de quien se dijo que podría haber sido cristiano. Su herencia proporcionó la visión de la vejez y de la edad como equilibrio emocional y de liberación de la sujeción a los placeres mundanos. La tradición de la izquierda se afirmaba en la diferenciación respecto de la vida de excesos, lujos y depravación propios del ocio de los ricos y poderosos, en la apelación a la vida y las costumbres de los primeros cristianos, en las órdenes mendicantes. Algo de este espíritu en su versión enloquecida puede encontrarse en las novelas de Dostoievski, especialmente en Los demonios –Netchaiev–, que transmiten la vida sacrificada y despreciada, ascética, propia de los nihilistas que quieren cambiar el mundo. Ahora la izquierda ha renunciado a cambiar el mundo. La misma izquierda que gozando de las mieles del poder se abandona en los divanes a la voluptuosidad hedonista. Sea con la regalada vida de Strauss-Kahn –casi Khan, que me remite a Kublai Khan, al ensueño opiáceo y sensual de un emperador mongol–, o con el más castizo implante de José Bono, el dueño de la hípica, la izquierda caviar, como la llaman en Francia.

La sempiterna pugna entre ser y estar, entre ser y apariencia parece haberse decantado finalmente por la apariencia. Keats proclama en "Oda a una urna griega" que "la belleza es verdad y la verdad belleza". Pero con el adviento de los doctores Chamskenstein la poesía dejará de poder identificarlas. Bajo la piel tersa y los músculos tensos que aparentan juventud, tras las erecciones de viagra y cocaína, sobreviven ancianos sobrecogidos por la vejez que esconden y la muerte que adivinan cercana. Parafraseando la proclama nihilista "Si Dios no existe todo está permitido" podríamos decir que si la protosocialista, protofeminista de la Vega se ha rendido a las tentaciones de la moda y a la cirugía del cuerpo, a la llamada de la apariencia frente a la desnudez del ser, ya no hay lugar para la mala conciencia. La izquierda se reviste con los chaneles, guccis y pradas, la lencería, las joyas, los tacones y la apariencia física de la derecha exquisita. Se acabaron los complejos de una izquierda mojigata, austera y puritana. ¡Barra libre!

¿Por qué de todo eso? ¿Por qué la naturaleza es bella? ¿O somos nosotros que la vemos bella, por qué? ¿Por qué los más hermosos animales son los depredadores, los que alojan a la muerte entre sus fauces, el tiburón hembra con el que fornica Maldoror, el tigre de Bengala con el que sueña Borges? ¿Por qué el inmenso poder de la belleza? ¿Por qué nos arrebata? Es verdad, la belleza es poder, poder sobre los demás. El poder del hombre puede ser inmenso, pero históricamente la mujer le ha contrapuesto el poder de la belleza. En el mercado del sexo la belleza es decisiva. Pero la belleza es algo más, más fuerte, que está por encima del humano en el que se ha encarnado. Es un atisbo de lo divino, es el testimonio de una divinidad que a veces habita entre nosotros –hoy, el estallido rosa del prunus cerasifera–, la atemporalidad del instante eterno, inmortal. Por eso es el bien más preciado, el poder más fuerte. Por eso escribió Ernst Jünger en París, en abril de 1943, en plena ocupación alemana, glosando el Libro de Judit, el canto de victoria de Judit sobre la cabeza de Holofernes, que "el poder de la belleza es más fuerte que los ejércitos".