El martes murió el escritor Carlos Pujol y los titulares se centraron en su papel de eterno jurado del Premio Planeta, que es algo parecido a si, al morir Cervantes, sus necrológicas se hubieran basado en que había sido cobrador de impuestos, o si al hacerlo el poeta Wallace Stevens se hubiera hablado de la muerte de un agente de seguros. ¿Quiero decir con eso que Pujol era comparable a Cervantes o a Stevens? Sólo quiero decir dos cosas: la que he dicho y que Carlos Pujol fue de la misma estirpe –en su amor por la literatura– que los dos mencionados a su lado. De los miembros de esa estirpe, Carlos Pujol fue uno de los más cultos en la España de la segunda mitad del siglo XX, pero se equivocó de sociedad al nacer, precisamente, aquí.

La cultura de Carlos Pujol –refinada, afrancesada y con un sesgo clásico del lado british– no es una cultura de consumo patrio, sino que, en general, suele premiársela con el desclasamiento de por vida. Esa sensación la transmitía su figura: alto, enjuto y bajo su educada amabilidad, una mueca amarga en la boca. Pero también ocurre con esa clase de hombres sabios, que su hipotética ausencia nos habría hecho vivir en una sociedad más bárbara y pobre. El hecho de saber que Carlos Pujol vivía en y para la literatura era tan reconfortante como la calidez de una casa confortable en el frío invierno.

Si me pusiera a enumerar, podría aburrir al lector que poco supo de él, aunque ese mismo lector leyera a Pujol sin saber que lo estaba haciendo, cuando leía cualquiera de sus traducciones (e hizo muchas). Sin él, todo lo que aprendimos sobre literatura francesa contemporánea en la juventud –un verdadero atlas con brújula su libro La novela extramuros, publicado en 1975– no lo habríamos aprendido. De la misma manera que su lectura de Saint-Simon –que me dio Valentí Puig, alumno suyo en la Universidad de Barcelona– o su Balzac y La Comedia Humana, nos regalaron una sabiduría que sólo por nosotros mismos no habríamos logrado. Su prólogo a Un amor de Swann es uno de esos faros proustianos donde adentrarse en el universo de Marcel Proust con una riqueza paralela a la que nos dio George Painter en su monumental biografía. Y sus acercamientos a los maestros ingleses –reunidos en Victorianos y Modernos y en tantos prólogos, artículos y traducciones– iluminaron con una erudición y amenidad desacostumbradas cualquier panorama particular de la literatura anglosajona. Chateaubriand, Joubert, Stendhal, Flaubert, Baudelaire o Verlaine tuvieron su lugar en El espejo romántico y la apasionante transición del XIX al XX europeos, o los escritores conversos al catolicismo –de Bloy y Max Jacob a Chesterton o Evelyn Waugh–, también ocuparon el suyo. Los periódicos fueron su trinchera habitual. Que al mismo tiempo fuera novelista y escribiera versos impecables es algo que no sé si le incomodaría que citara ahora entre la gran literatura que amó. Pero lo fue –y además, ambicioso desde su clasicismo narrativo– y en cuanto a los versos, los escribió con delicadeza y talento, mientras su espacio en la literatura española de su tiempo era un espacio que nunca llegó a comprenderse (es decir, a aceptarse) en toda su magnitud. Él, que –resulta obvio, casi insultante decirlo– fue un hombre inteligente, siempre lo supo. No se quejaba: era, ya lo dije, un hombre educado, pero lo primero que pensé al saber que había muerto fue en esa amargura escondida y camuflada y tantas veces convertida en carburante para continuar, aunque fuera en editoriales marginales y colecciones de rara distribución. La escritura era su casa y fue una de las casas más dignas y honestas que he conocido.

¿Ha muerto, pues, el espíritu del jurado planetario? No. Han muerto un buen escritor y un hombre culto. Un hombre de familia y un intelectual católico. Un hombre sabio y un hombre generoso: siempre he de agradecer su maravilloso artículo al publicar yo, hace más de veinte años, mi primer libro de relatos, Pasaporte diplomático, así como sus conversaciones telefónicas, salpicadas de ánimos, elogios y complicidades. Pero también es verdad –y callarlo sería cicatería– que Carlos Pujol estuvo muchos años en el seno de la editorial Planeta y en ella publicó algunos de sus grandes libros. Y que gracias a la protección de Lara padre y Lara hijo después, Carlos Pujol pudo vivir en y para la literatura. Que fuera miembro del jurado del Premio Planeta es una larga anécdota en su vida, pero no es ese miembro quien ha muerto por mucho que se esfuercen los titulares. No; es otro hombre y si hay gente que se enorgullece de ser como es, otros nos enorgullecemos de haber conocido a personas como él. Que son pocas. Tan pocas como imprescindibles para que el mundo –aunque no les haga mucho caso– esté menos equivocado y siga salvando los muebles. Los únicos que vale la pena salvar.