Esta semana, en Oviedo, el coro de la Fundación Príncipe de Asturias cantó una versión de "Hallelujah" ante el propio Leonard Cohen, que había ido a recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. La historia de esa canción, tal vez la más famosa de Leonard Cohen —llegó a aparecer en un anuncio de Butano, aunque cantada por Jeff Buckley—, es una de la más extrañas de la historia de la música. En 1985, cuando Leonard Cohen la cantó por primera vez, "Hallelujah" formaba parte del álbum "Various Positions", un álbum que la casa de discos de Cohen, Columbia, se negó a distribuir en Estados Unidos porque el cantante vendía tan pocos discos que ya nadie apostaba por él. En aquella época, Cohen tenía fama de "has-been", de músico de otro tiempo al que se le había acabado la cuerda. El presidente de Columbia llamó a Cohen y le ordenó que se presentara en su oficina, y allí le dijo: "Mira, Leonard, sabemos que eres grande, pero lo que no sabemos es si eres bueno". Una pequeña compañía independiente tuvo que distribuir el disco en América. En Europa, por suerte, Leonard Cohen tenía más seguidores, así que el disco se distribuyó bastante bien: yo lo compré en la tienda de Toni Capllonch, Jonch Discos, en el pasaje Maestro Torrandell, aunque recuerdo que Toni me comentó que no le gustaban los sintetizadores que usaba Cohen en aquel disco.

A mí tampoco me gustaban. Y creo que la mayoría de admiradores de Cohen —que éramos bastantes aunque el cantante pareciera vivir sus horas bajas— tampoco era muy partidaria de los sintetizadores. Por aquellos años, Cohen dijo que le gustaba componer en los aviones usando un pequeño teclado electrónico, y de algún modo todos pensamos que aquello era una mala señal. ¿El poeta Leonard Cohen componiendo en un Boieng 747, sentado al lado de un ejecutivo de Sony que mastica cacahuetes y de una señora que mira el "Vogue"? No, aquello no sonaba bien. Y la primera canción de aquel álbum, "Dance Me to the End of Love", lo confirmaba de inmediato. Era una canción demasiado empalagosa, una canción facilona e impropia del enorme talento de Cohen. No conozco a ningún admirador de Cohen, de aquéllos que nos tragábamos impasibles sus descarnadas "Songs of Love and Hate" (su mejor disco, para mí, junto con "Recent Songs"), que sienta el menor cariño por esa canción.

Pero "Hallelujah" era otra cosa. No sé si es la mejor canción de Cohen, pero sí creo que es su mejor letra, su poema más logrado, el que sobrevivirá al paso del tiempo y será cantado y celebrado dentro de cien años, si es que todavía hay algún rastro de vida inteligente en este planeta (y cuando digo inteligente, me refiero a un ser dotado de algo parecido a un alma). Hay quien dice que la versión de Jeff Buckley es superior a la de Cohen, y otros se inclinan por la de John Cale (que aparece en una secuencia de "Shrek"). Y es cierto que la versión de Jeff Buckley es más carnal y más intensa que la de Cohen, como si Jeff Buckley estuviera despidiéndose de la vida cuando la cantaba (y de hecho, Jeff Buckley apenas vivió un año o dos más después de cantar esa canción, ya que se ahogó en el río Mississippi). Y la versión de John Cale quizá sea técnicamente mejor, ya que Cale tiene mejor voz que Cohen y toca mucho mejor el piano. No sé, la verdad, y supongo que habrá cientos de opiniones diferentes, ya que "Hallelujah" ha sido objeto de docenas de versiones distintas, pero a mí me sigue gustando más la versión original de Cohen, y eso que los arreglos con el sintetizador están a punto de destruir la belleza de la canción, como hicieron con tantas y tantas canciones de los años 80. El sintetizador es a la música lo mismo que una muñeca hinchable es al amor. Siento decirlo, pero las cosas son así.

Y a pesar de todo eso, sigo pensando que esa canción de Leonard Cohen es inmejorable. A Leonard Cohen lo vi cantar "Hallelujah" en un concierto, en 1988, en su primera gira española, cuando él tenía más o menos la edad que yo tengo ahora. De muchas cosas tendré que arrepentirme, pero nunca podré arrepentirme de haber escuchado su música cuando yo era muy joven y él ya parecía mucho mayor que cualquiera de nosotros. Y sobre todo, nunca me arrepentiré de haberle oído cantar "Hallelujah", en una lejana noche de septiembre, sentado frente a un teclado, un poco encorvado, algo distraído, porque al escuchar aquella canción me sentí igual que el rey David contemplando a Betsabé bañándose en el río.