Después del ajuste que arrancó aquel doloroso 12 de mayo de 2010 en que la mayoría de los ciudadanos caímos en la cuenta de que acabábamos de salir de un espejismo, los recortes y las estrecheces han presidido nuestras vidas. Porque aquellas decisiones traumáticas que llegaban cuando la recesión se había cebado en nosotros no hicieron más que imponer una austeridad que nos exigían la coyuntura y nuestros acreedores, so pena de adquirir la condición de parias en la escena económica internacional.

Como era de imaginar por la peculiar estructura de nuestro Estado, aquella reducción drástica del gasto público había de extenderse a comunidades y ayuntamientos. Las comunidades se resistieron en primera instancia ya que se avecinaban elecciones. Las catalanas se celebraron en noviembre, y, como parece inevitable, se produjo un gran vuelco. Y algo semejante sucedió en las elecciones que tuvieron lugar en las comunidades de régimen general el 22 de mayo. Y acto seguido comenzaron los profundos recortes presupuestarios, que hubieron de aplicarse en prácticamente todos los casos sobre despilfarros anteriores. Cataluña, que rebajó el gasto público un 10%, marcó la pauta, y tras ella han marchado todas las autonomías. Desde aquellas decisiones y hasta hoy, la ciudadanía ha ido percatándose del efecto negativo, perturbador, de aquellos recortes, que han comenzado a mermar la calidad de los servicios públicos. En algunos casos y en determinadas materias, la rebaja presupuestaria ha sido contrarrestada con eficacia mediante una mejor gestión, y la merma cualitativa ha sido prácticamente imperceptible, pero en la mayoría de las ocasiones el recorte ha repercutido sobre la calidad. Y así ha irrumpido descarnadamente el debate cualitativo sobre el acierto o no de las decisiones restrictivas.

El constitucionalista catalán Francesc de Carreras acaba de publicar un magnífico artículo "¿Recortar? ¿dónde?" en el que afea al Ejecutivo catalán que haya recortado significativamente los grandes servicios públicos, sanidad y educación, mientras mantiene instituciones y órganos de cuestionable utilidad –desde los 41 consejos comarcales que consumen 556 millones anuales a una serie de organismos que consumen más de 35 millones–, otorga generosas subvenciones o sostiene empresas semipúblicas ruinosas como Spanair, que en 2010 perdió 115 millones.

El gasto público tiene siempre elementos ideológicos pero en nuestro caso, la ideología es subsidiaria de la crisis y de la racionalidad, y de lo que se trata es de lograr que los ciudadanos sufran las menores penalidades hasta que logremos remontar la pendiente. Así, parece pertinente una más profunda fiscalización de la gestión de la escasez que hagan nuestros gobernantes autonómicos y locales, que, por lógica, habrán de prescindir de lo más prescindible y que mantener aquello que a todos nos iguala y en lo que descansa el bienestar básico de la población.