El guía se llamaba Jonathan y era un palestino católico que residía en Belén. En la sesentena. Sin pasaporte, por ejemplo, para pasar a Jordania, un extraño en su propia tierra. Discreto. Amable. Excelente profesional, de los que sugieren e informan pero sin agobiar al viajero de forma permanente, hasta convertir una peregrinación en un calvario. Pero Jonathan te comunicaba un hálito de tristeza y de amargura, todo el peso de la humillación histórica sobre sus espaldas, sometido desde casi siempre a los imperativos de unos extraños vecinos y dueños llamados judíos, que podían alcanzar el grado de sionistas. Los auténticos "señores de Palestina". De la tierra donde se desarrolló el misterio aparentemente solo humano de un tal Jesús de Nazaret, quien más tarde resultaría que también manifestaba en su propia identidad la presencia de Dios en la tierra tan saturada de humanos, ellos y ellas. Jonathan creía de corazón todo lo que nos comentaba de su relación Jesucristo-Tierra Santa, como un creyente más, pero en cada manifestación dejaba caer una aguda nostalgia de lo que fuera suyo y ahora es de otros, que para colmo les sojuzgan Como ciudadanos de tercera o cuarta categoría. Algo semejante al modo de tratar los imperiales romanos a los habitantes de la Palestina de hace unos dos mil años, a los antecesores de Jonathan. He llegado a tenerle a Jonathan un cariño tremendo, y he vuelto de Tierra Santa con el recuerdo entristecido y amargo de este hombre que comparte mi fe pero no puede compartir mi libertad. Es decir, un hombre dominado y un tanto esclavizado. No le olvidaré.

Los lectores se preguntarán porqué he arrancado un texto sobre diez días en Israel actual/Tierra Santa, un lugar clave y determinante para mi propia experiencia interior, con esta larga referencia a un guía de nombre Jonathan y su problemática personal. Pues lo explico con total claridad: en la persona de Jonathan se concentra todo el significado de esta tierra santísima pero a la vez de una permanente conflictividad histórica desde el punto de vista religioso pero también sociopolítico, dos dimensiones de la cuestión en absoluto prescindibles a la hora de meditar con muchísima seriedad sobre el misterio de Jesucristo, sobre la médula del judaísmo/tal vez sionismo, sobre la situación palestina, sobre los apoyos internacionales a unos y a otros, sobre los mensajes mediáticos al respecto que se reparten por el mundo entero y, en fin, sobre la condición humana que perfila de manera objetiva la condición divina de aquel hombre que hace años navegó por el mismo lago que yo mismo dos mil años más tarde y cuyo compañero digo ser. Peregrinar a Tierra Santa sin entrar en contacto muy serio con la Tierra Santa que la envuelve antes y ahora, puede convertirse en una experiencia espiritualista y contrateológica que rompe las dos naturaleza de Jesucristo y por supuesto su definitiva unidad personal. Según como pisamos la Tierra Santa de hoy, pisamos también la historia del hombre que nació en Belén de Judá, entonces en manos romanas y actualmente en manos judías.

Por ello mismo, los palestinos, si pueden hacerlo, emigran a tierra extraña, hartos de sentirse dominados por el Estado de Israel a cuyas veleidades deben de someterse. Pero al marchar, empobrecen todavía más a la comunidad palestina…, que es lo que israelitas pretenden, salvo el interés que puedan tener por ellos como mano de obra. Nunca los palestinos recibirán el apoyo de grandes potencias en el consejo de seguridad de la ONU y tampoco les llegará el montón de dinero que les regala el judaísmo internacional, muy especialmente norteamericano. Y cuando parece que puedan llegar a algún tipo de acuerdo, saltan los armados de Hamás, provocan una reacción israelita, surge la destrucción y todos suelen saldarse con una situación peor que la anterior. Es una dramática salida del laberinto que cada día que pasa resulta más endiablada. ¿Cómo no abandonar una tierra santa y humana donde apenas existe un futuro esperanzador? Es de cajón.

En esta Tierra Santa vivió Jesucristo, objeto de la fe de todos los cristianos y profeta cualificado para los musulmanes y judíos. En Tiberiades, quedé en absoluto silencio. En el Huerto de los Olivos, recordé todo el dolor y la humillación humanos. En el Tabor, comprendí que si nuestra vida no contiene momentos de transfiguración, acaba por vaciarse de la trascendencia necesaria. En Nazaret fui superado por la naturalidad. En Belén, quedé sin aliento. Pero fue en el monte Nebo, desde donde Moisés contempló la tierra prometida, esa que mana leche y miel, donde experimenté la sacudida más estremecedora: "lo nuestro" tiene mucha historia a las espaldas, muchísima. Y a esa historia bíblica, la llamamos "historia de salvación", plenificada en Jesucristo, quien permanece, como signo de contradicción, en la Iglesia una, santa, católica y apostólica.

Pero la clave de todo es Jonathan. El palestino abrumado.