En un vagón de tren, a primera hora de la mañana, voy mirando el paisaje del veranillo de San Martín –el "verano indio" de los americanos–, y veo un campesino que se pierde con su tractor tras una hilera de álamos, y una cuadrilla de obreros que arreglan una zanja, y un equipo de operarios que están trabajando en un puente. El día es bueno, todavía no hace calor y parece que el mundo es un lugar agradable y bien organizado. Pero entonces abro el periódico y me encuentro con dos noticias que me quitan la hermosa sensación de armonía que me trasmitía el simple hecho de mirar por la ventana.

Una de las noticias dice que tres exdirectivos de una caja de ahorros gallega, Novacaixagalicia, que ha debido ser nacionalizada por su pésima gestión y sus operaciones ruinosas, se han concedido unas indemnizaciones de 23 millones de euros. Y la otra, que parece ser la misma noticia aunque con distintos protagonistas, dice que cinco exdirectivos de la Caja de Ahorros del Mediterráneo, también nacionalizada por su pésima gestión y sus operaciones disparatadas, se adjudicaron al dejar la entidad unas rentas vitalicias que en algunos casos llegaban a los 360.000 euros anuales. Repito que esas dos cajas de ahorros tuvieron que ser nacionalizadas por el Banco de España para evitar su quiebra, así que el Estado debió "inyectar" 2.465 millones en una y 2.800 millones en la otra con el fin de evitar que la gente que tenía su dinero en esas cajas fuera un día al cajero y se encontrara con la desagradable sorpresa de que habían desaparecido sus ahorros.

Y ahora que he acabado la frase, me pregunto por qué hay una terminología financiera que está impregnada de vocablos relacionados con las drogas: "inyectar", crack, "chute de liquidez", "razón del ácido", todos estos términos están cargados de connotaciones que tienen que ver con las adicciones y las agujas y las sustancias prohibidas. Y como una idea lleva a otra, también me pregunto si no sería más útil introducir los controles antidopaje entre los asistentes a las altas cumbres financieras, por ejemplo, en vez de aplicárselos a los pobres ciclistas que acaban de escalar el Tourmalet durante el Tour de Francia. Y el día en que un equipo de médicos analizara la orina de los asistentes a una cumbre del G-20, por citar algo, nos llevaríamos muchas sorpresas. O ninguna, si bien se mira.

Pero lo peor del caso es que estos ejecutivos han hecho lo mismo que un conductor kamikaze que reclamara una indemnización por las molestias que le ha ocasionado el hecho de conducir durante varias horas por una autopista en dirección contraria. Imaginemos que este conductor ha ocasionado accidentes muy graves y cuantiosos daños materiales que a él le traen sin cuidado y que otros tendrán que pagar. E imaginemos que ese conductor kamikaze acaba recibiendo una gigantesca indemnización por el esfuerzo que le han supuesto sus largas horas al volante. Y lo más curioso de todo es que esta indemnización es legal y reglamentaria y hasta ejemplar, así que nadie podrá negársela, porque a fin de cuentas la pagará el Estado, es decir, nadie, ya que en España el Estado es un misterioso ente inaccesible que nunca imaginamos que tenga nada que ver con nosotros.

Y eso es lo malo del asunto. El Estado no es una criatura más o menos mitológica que viva escondida en una especie de densa tiniebla burocrática. El Estado que va a pagar esos miles de millones a los exdirectivos de unas cajas mal gestionadas y peor dirigidas no es un hipogrifo oculto en un laberinto, sino un organismo que administra los impuestos que pagamos entre todos. Y el dinero que tapará esos agujeros contables va a salir de los bolsillos de los viajeros que íbamos en el tren donde yo leía la noticia vergonzosa sobre esos directivos vergonzosos, y también saldrá del tractorista que se perdía entre los álamos y de la cuadrilla de operarios que trabajaba en el puente. Porque seremos todos nosotros los que taparemos los agujeros contables que han dejado esos directivos incompetentes y codiciosos –y sé que me quedo corto– que encima han tenido el descaro de concederse unas indemnizaciones descomunales. Y esto sucede mientras los ayuntamientos no pueden pagar los gastos de escuelas y hogares de ancianos, y se anuncian por todas partes despidos de médicos y personal sanitario. Y nadie dice nada, ni protesta, ni se queja ni reclama acciones penales. Asombroso.