A raíz del último informe PISA, correspondiente a 2009, que mide el nivel de los alumnos de 15 años de la OCDE en matemáticas, lectura y ciencias, se ha hablado mucho, pero no parece que se sepa muy bien qué hacer a partir de ahora. De hecho, los malos resultados obtenidos por los alumnos españoles no son nuevos: España se ha mantenido por debajo de la media de la OCDE en los cuatro informes publicados hasta la fecha (el primero fue en el año 2000). Ya sé que estamos en medio de una crisis económica ingobernable y sumergidos en el barro de una reforma de las pensiones que levanta ampollas: las cuestiones económicas son urgentes y constituyen prioridades inmediatas. Pero la formación de los jóvenes es la única vía para evitar en el futuro cometer los mismos errores económicos que han llevado a nuestro país a vivir con más intensidad que otros esta crisis: una economía especulativa y poco productiva, la ausencia de investigación e innovación, el turismo como única actividad lucrativa que nos mantiene a flote a duras penas

Como la derecha española está empeñada en poner en duda el sistema autonómico, el informe PISA ha dado mucho juego comparando los resultados obtenidos por las comunidades bilingües con las que no lo son, como si conocer otro idioma fuese un lastre; también se ha aprovechado para relacionar la emigración con los malos resultados, como si no hubiera emigración en otros países con resultados ligeramente mejores, etc. Básicamente, mucha demagogia, mucha charla de café y mucha confusión.

A veces me pregunto si la raíz del problema de nuestro sistema educativo no radicará en la manera en que fue plantado y en la forma en que ha sido en sucesivas ocasiones reformado sin resultados apreciables. ¿Quién ha de diseñar un sistema educativo? Porque el tema de la educación es de esas cuestiones en que todos creen saber mucho, todos opinan y a quien menos se escucha es a los profesionales que están en las aulas. A mí no se me ocurriría diseñar el funcionamiento de las urgencias de un gran hospital sin tener en cuenta a los médicos y al resto del personal sanitario que ha de trabajar en ese servicio, o planificar la seguridad de una central nuclear desde un despacho, sin escuchar primero a los profesionales que deberán velar por esa seguridad. En educación todo se diseña desde ámbitos ajenos a las aulas y, luego, los profesionales de la educación se ven obligados a adaptar las leyes educativas a la realidad concreta de las aulas, la cual no siempre se ha tenido en cuenta a la hora de legislar. Como a menudo ello es imposible, el profesional se siente frustrado, los alumnos van pasando de curso sin que ello garantice su aprendizaje y los padres se quejan porque los centros educativos no guardan las horas suficientes a sus hijos. Nuestros jóvenes titulan, sí, pero sus títulos quedan en evidencia cuando vienen desde fuera a hacernos una auditoria –el informe PISA– y descubrimos que aprobar un curso nada tiene que ver con haber aprendido a interpretar un texto o a haber asimilado unos conceptos científicos mínimos. Es obvio que algo falla. ¿No habría que escuchar más a los profesores que conocen y sufren las aulas y un poco menos a los departamentos de pedagogía, cuyos miembros viven en sus torres de marfil universitarias, muy alejados de la batalla diaria de enseñar en primaria y secundaria? No sé. Digo yo.