Me impresiónó el primer relato que leí de Ricardo Piglia –La flor de la vida–, pero no recuerdo nada de ese cuento. Sólo la buena impresión que me causó y el título de la antología dónde lo leí: Buenos Aires. Recuerdo la tarde y la librería donde compré un raro libro de un autor desconocido, titulado La literatura nazi en América. Ese libro también me impresionó –tenía una luz distinta– pero apenas recuerdo los nombres que figuraban en él. Quien lo escribió es hoy mundialmente conocido. De la primera novela que leí de Rodrigo Rey-Rosa –Que me maten si...– recuerdo que me gustó mucho, como recuerdo la potente presencia de su protagonista, trasunto del gran Norman Lewis. Finalmente, cuando hace cinco veranos, leí Los informantes, de Juan Gabriel Vásquez, recuerdo que no me despegué de la novela, salvo para comer, y que la recomendé a través del móvil de mi mujer –donde estaba no disponía de otro medio– a varios de mis amigos.

No deja de ser un misterio que de las novelas nos quede, sobre todo, la atmósfera, cierto personaje, alguna historia y que eso nos acompañe a veces, pero que su intensidad se asocie a la impresión que nos causó su lectura. A ese momento en que un libro nos atrapa para formar parte de nuestras vidas ya para siempre. Respecto a lo demás –el olvido fragmentario de la trama– ya decía Borges que el olvido es otra forma de la memoria, o sea que no hay que preocuparse. Pero si he citado escritos de Piglia, Bolaño, Rey-Rosa y Vásquez es, precisamente, por la impresión que me dejaron los cuatro en su momento, tras años de no encontrar –o de no saber buscar– lo mismo en la literatura de América Latina.

Porque hay un mapa de esta América que forma parte de nuestra educación literaria: a cada cuál la suya. Incluso puede afirmarse que, dada la aridez de la literatura española durante varias décadas del siglo XX, se podría trazar (de no separar lengua y literatura) un importante fragmento de la biografía literaria de muchos en clave americana. Si hago memoria, mi lista de nombres es ésta: la Epístola a Madame Lugones, de Darío, por motivos obvios; Lezama, Cabrera Infante y el Sarduy de De dónde son los cantantes; el mundo de Álvaro Mutis; Conversación en la catedral, de Vargas Llosa; un poemario de Hinostroza: Contra natura; Borges, del que aún siendo un narrador prodigioso –salvo sus historias de gauchos, que no soporto– elijo su poesía; Zona sagrada, de Fuentes (a quien abandoné luego para siempre); ciertos libros de Mujica Laínez, que no me atrevería a releer; bastantes poemas de Paz y sus Hijos del limo; los paseos parisinos de Cortázar (que tampoco revisitaría); las Prosas apátridas de Ribeyro, algunos cuentos de Arreola y la sombra de Pitol. Hablo sólo de lo que contribuyó a hacernos como somos, precisamente porque aún no éramos. Al revés que cuando leí –a partir de mediados los 90– el cuento de Piglia, los libros citados de Bolaño, Rey-Rosa o Vásquez. Y hace un par de años, la primera novela que conocí del argentino Patricio Pron, El comienzo de la primavera, cuya inteligencia –novela e inteligencia son inseparables– me dejó estupefacto.

Meses después, El comienzo de la primavera –junto con Exploradores del abismo, de Vila-Matas– era mi candidata a uno de esos premios a obra publicada, de cuyo jurado formaba parte. Fracasé estrepitosamente en mis alegatos. En estos asuntos nadie suele cambiar de caballo a media carrera y en la segunda ronda me quedé sin caballos, convencido de que Exploradores del abismo era el mejor libro de relatos publicado en España en 2008 y que El comienzo de la primavera era, además de la mejor novela de 2008, una de las mejores de las últimas décadas. Y su autor, un joven escritor de talento extraordinario. Con dos curiosidades añadidas: siendo argentino parecía más europeo que muchos europeos, sin dejar de ser tan argentino como Borges (eso sí, sin gauchos ni peronistas), y habiendo nacido en Sudamérica, no se aupaba en ese caballo de Troya multiusos llamado Bolaño, como tantos otros.

Exploradores del abismo es también el título de uno de los relatos del último libro de Patricio Pron, El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (Mondadori, 2010). Es uno de los pocos que no he leído. De hecho me quedan seis relatos sin leer –el libro consta de dieciocho– para seguir disfrutando de la exigencia y la complejidad del mundo que ha desfilado ante mis ojos estos días con una prosa de la mejor estirpe. Ponga el lector en esa estirpe los grandes nombres que prefiera: yo no quiero hacerlo para que no interpreten como exégesis lo que no es más que un retrato tan real como el aspecto de Pron, a medio camino entre el joven Dylan y el erudito entomólogo con leve deje a John Galliano. Pero imaginen al escritor que imaginen, junto a él estará Pron, con todo derecho. El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan se inscribe en ese apartado donde sólo habitan los libros que nos formaron y los que lograron deslumbrarnos algún tiempo después. Con la diferencia de que han transcurrido muchos años de todo aquello, apenas existe espacio para las sorpresas editoriales y Pron tiene veinte años menos que quien esto escribe. Como para no cerebrarlo.