Hace tiempo que la decisión está tomada y muy pronto veremos como el Congreso aprueba la reforma de la ley antitabaco que abandera la ministra de Sanidad, Trinidad Jiménez, y cuyo objetivo es reducir la larga lista de muertes causadas por la nicotina. No se podrá fumar en ningún local público. No habrá excepciones. Se acabaron los cafés con pitillo a media mañana o después de comer e, incluso, los puros de las bodas si es que la celebración tiene lugar en un lugar abierto al público. No sin polémica, puesto que hoteleros y restauradores ya han anunciado pérdidas cuantiosas, como ya hicieron en 2005 cuando se aprobó la primera ley, que obligaba a separar los espacios con humo de los sin humo. Una normativa que obligó a compartimentar muchos locales, por lo que los empresarios afectados añaden esta queja, pidiendo indemnizaciones, a la protesta. Sin embargo, por muchas razones que expongan lo que está claro es que la salud es lo primero. Por mucho ruido que hagan, los detractores de la ley tienen la batalla perdida de antemano. La experiencia de la normativa actual y la de otros muchos países, en los que sólo se puede fumar en privado o en espacios abiertos, demuestra que la prohibición tiene un escaso impacto económico y, en cambio, un efecto extraordinariamente beneficioso para la salud pública. Un reciente informe sanitario ha demostrado, con cifras, el impacto que el humo de los fumadores tiene sobre los llamados fumadores pasivos. Los camareros, por ejemplo, tienen un riesgo superior al de otros colectivos de contraer cáncer, aun sin haber quemado un pitillo en toda su vida. Ya no se trata de mantener limpio el aire de hospitales o escuelas, sino procurar que el aire que respiramos lo sea en todas partes y que no corramos ningún peligro.

Pero no todo el mundo está dispuesto a colaborar y hacer efectivas las leyes, como demuestra la información que hoy publica este diario sobre el expediente abierto por la conselleria de Salud al ayuntamiento de Santa Margalida. Las leyes están para que se cumplan y quiénes tienen mayor obligación de hacerlo son, precisamente, los administradores públicos. De ahí que sea escandalosa la actitud de algún alto funcionario de dicho ayuntamiento que mantenía la costumbre de fumar en público. Dos inspectores de la conselleria irrumpieron en el edificio consistorial sin previo aviso, tras haber recibido una denuncia procedente, al parecer, de la policía local.

Cogiendo in fraganti, es decir con el cigarro en la boca, a los infractores de la ley. No es la primera vez que los inspectores se convierten en policías sanitarios, algo así como una brigada antivicio para combatir los desmanes de los servidores públicos, pero sí la primera vez que trasciende. La conselleria ha abierto un expediente al ayuntamiento y a los funcionarios, lo que puede suponerles el pago de una multa que, según sea la gravedad que se establezca, podría ir de los treinta a los seiscientos mil euros. El alcalde de Santa Margalida, presente durante la incursión de los inspectores, ha reconocido y lamentado los hechos. Desgraciadamente, a toro pasado, porque aquellos que debieron dar ejemplo y cumplir la ley no lo hicieron, obligando a quiénes se sentían afectados a denunciar su incumplimiento. El alcalde ha informado que colocará en el ayuntamiento más carteles, y más visibles, sobre la prohibición de fumar. No es suficiente ante la prepotencia mostrada por estos funcionarios, y por el propio alcalde, por no haber respetado o impuesto la ley cuando debieron hacerlo. La ley antitabaco –que será aún más restrictiva en cuanto se apruebe la reforma– protege el bienestar colectivo. Pero como todas las leyes, para lograr sus objetivos deben cumplirse y de ahí la necesidad de que los inspectores vigilen para que se respete el derecho a la salud de todos los ciudadanos.