Me temo que estamos llegando a un punto en que sólo se acepta el elogio incondicional o el insulto más descarnado. El sábado pasado escribí un artículo sobre Miguel Delibes en el que me preguntaba si había una ciudad más triste que Valladolid. Era una pregunta que se refería a la posguerra que tuvo que vivir Delibes, a esa fría neblina moral de aquellos años en los que él fue joven y tuvo que vivir en un entorno que imagino asfixiante. Ya sé que Valladolid es una ciudad tan luminosa como la ciudad más luminosa que uno pueda imaginar (que es la ciudad en la que uno ha sido feliz, y ha amado, y ha sido amado), y Valladolid fue esa ciudad para Miguel Delibes, que tuvo la suerte de amar y de ser amado, y no sólo por su mujer, a la que le dedicó uno de los mejores libros que se han escrito en España en estos últimos años (Señora de rojo con fondo gris), sino por su familia y sus amigos, sin olvidar a sus vecinos, que lo saludaban por la calle y casi le importunaban el paseo con sus muestras de afecto. Pero imagino que Valladolid no fue una ciudad fácil para ser joven en los años 40. "Imagino", repito, y espero no ofender a nadie por eso.

Cuando escribí el artículo, yo estaba pensando en la ciudad provinciana de los años 40, en la que todo estaba prohibido y la alegría se consideraba una anomalía, o incluso cosas peores, casi una infracción moral. Una ciudad, por otra parte, muy parecida a como era Palma en aquellos años. O a Salamanca. O Barcelona. Da igual qué ciudad cite, porque todas eran más o menos iguales. De hecho, estaba pensando en la Palma de Miss Giacomini cuando escribí esa descripción de la ciudad que tanto ha indignado a los vallisoletanos. Y si me pregunté si había una ciudad más triste que Valladolid, lo hice porque tengo la impresión de que la cercanía del mar siempre mejora un poco las cosas. Por haber vivido de niño en una casa frente al mar, creo que el mar atenúa en cierta forma el rigor de la vida. Sin que sepamos por qué, nos ayuda a quitar el frío. Eso es lo que imagino, o siento, aunque ahora ya sé que no se puede imaginar ni sentir algo sin molestar a nadie.

También decía en el artículo que Delibes se había quedado sin lectores. Y lo decía con tristeza, no con alegría, como han interpretado sus incondicionales, porque es evidente que Delibes no era un escritor citado como modelo por los escritores jóvenes. Delibes era conocido, sin duda, y respetado, pero vivía ese estatus de escritor que sobrevive en una época que ya no es la suya. Y eso también lo escribí con tristeza. Delibes tenía una grandeza moral que no cabe en la época de Gran Hermano. Su mundo era un mundo distinto del actual, un mundo en el que él había impuesto unas reglas que ya no sirven para la realidad actual. Él creía en la austeridad, en el amor conyugal, en la franqueza, en la familia. Y todas estas cosas ya no tienen sentido en nuestra época (y repito que lo digo con tristeza), porque su mundo ya había desaparecido. Faulkner trazó un mapa de su ficticio condado de Yoknapatawpha, del que se proclamaba con orgullo "único dueño y propietario". Y lo mismo podría haber hecho Miguel Delibes, sólo que era una persona demasiado modesta para considerarse "único dueño y propietario" de nada, ni siquiera de su extraordinario mundo de ficción. En una de sus últimas entrevistas, dijo que no sabía quién iba a morir cuando él muriera, si él mismo o Menchu Sotillo, la viuda de Cinco horas con Mario, o don Cayo, o Azarías, o cualquier otro de sus grandes personajes. No conozco una frase mejor para definir a un gran novelista. Y no creo que ningún otro novelista español de la segunda mitad del siglo XX pueda haber dicho esta frase con tanto derecho como él. El derecho, sí, del único dueño y propietario de esa obra y de esos personajes.

"No admito disculpas", decía muy indignado un vallisoletano admirador de Delibes al final de su correo, en el que me acusaba de ser poco menos que un traidor a la patria. Me temo que muchos admiradores de Delibes lo han convertido en una especie de bien público comparable a un parque o una estación de tren, así que cualquiera que se permita una mínima matización sobre su estatus literario, o sobre la influencia que ejerce en los escritores más jóvenes, puede ser acusado de destrucción del patrimonio urbano y condenado a una severa pena de destierro. "No admito disculpas", decía aquel lector furioso. Muy bien, de acuerdo: no voy a dárselas.