Éric Besson, ministro francés de "Inmigración, de Integración, de Identidad Nacional y de Desarrollo Solidario", es un controvertido personaje que, después de ocupar diversos cargos locales y regionales bajo las siglas del Partido Socialista, se sumó en 2007 a la campaña de Nicolas Sarkozy para coordinar el "polo izquierdo" de la candidatura presidencial. A cambio, recibió el ministerio que actualmente ostenta, y cuyo título es ya en sí mismo insólito, y hasta sospechoso de abierto y claro chauvinismo.

Pues bien: Besson es el padre de la controvertida idea de organizar un debate en Internet en torno de la pregunta "¿En qué consiste ser francés?". Todos los residentes en el país vecino están invitados a responder a esta abstracta cuestión, con su nombre o anónimamente, en la página debatidentitenationale.fr. Unas quince mil personas han respondido ya a la pregunta, que tiene evidentemente ingredientes conflictivos en un país que, aunque fuertemente centralista y homogéneo, mantiene en su seno a un 11% de inmigrantes. Besson defiende, y así lo expresa en la mencionada página, un "contrato de acogida e integración republicana" para los inmigrantes.

Es posible que en países en que la identidad no ha sido históricamente conflictiva –como Francia o los propios Estados Unidos, después de la guerra de Secesión– el énfasis en la identidad nacional, que inevitablemente ha de ser al mismo tiempo una pulsión nacionalista, sea un instrumento integrador y un argumento de equidad. Sin embargo, en las sociedades más complejas y polícromas, como es el caso de la española, la generación de estos debates tiene evidentemente el efecto contrario. En España, desde al menos el siglo XVIII, las identidades periféricas han incluido el contraste con la identidad española, que a su vez, durante mucho tiempo, se ha confundido con la identidad castellana. Por añadidura, el nacionalismo español se ha teñido recientemente de tonalidades ideológicas excluyentes que han ejercido un duro monopolio autoritario. Dicho lo cual, parece que aquí puede resultar más aconsejable recluir en las esferas intelectuales el debate sobre la identidad que nunca ha cesado, al mismo tiempo que nos esforzamos en el terreno político –que incluye el educativo– por mantener el sentimiento de pertenencia en el campo de la racionalidad democrática. Esto es, nos conviene seguir cultivando el "patriotismo constitucional" y no abrir estériles y peligrosos debates sobre la identidad nacional, cuestión que por otra parte ya cultivan con anacrónica pertinacia los nacionalismos neorrománticos catalanes y vascos con los que no tenemos más remedio que conllevarnos, como decía amargamente Ortega.

Como es conocido, este "patriotismo" popularizado por Jürgen Habermas, consciente de que la "identidad alemana" quedó contaminada por el nacionalsocialismo, se opone al nacionalismo de índole étnico-cultural y postula la identificación con unos valores de alcance universal que son los que estructuran y vertebran el Estado de Derecho y el régimen constitucional. Se genera así una fraternidad basada en la libertad y en la comunidad de principios, elementos que estimulan el orgullo de formar parte de una sociedad civilizada. Éste es el camino que deberíamos proponer a quienes nos sugieran la posibilidad impertinente de celebrar aquí un debate parecido al francés.