Una noche de tormenta, en un barco de inmigrantes que cruzaba el Atlántico, R. L. Stevenson oyó a un hombre que cantaba para darle ánimos a su mujer. El hombre estaba tan mareado y asustado como su mujer –y como el resto del pasaje–, pero tuvo fuerzas para sobreponerse y empezar a cantar. Todo eso ocurrió en la cubierta inferior de un barco cargado de emigrantes que buscaban fortuna en América. Fue en 1879, pero uno imagina que hoy en día, en cualquier parte del mundo, puede estar ocurriendo una cosa igual. Y quizá alguien cante para un desconocido –un niño, tal vez, o una madre con un niño– en un cayuco a merced de las olas, o en el remolque de un tráiler lleno de polizones que están a punto de asfixiarse. Hay muchas razones para creer que la vida es horrible, pero también hay muchas razones para pensar que la dignidad humana es capaz de sobreponerse a todo. Emanuel Ringelblum y sus camaradas, en el gueto judío de Varsovia, escondieron en una vasija de leche todos los documentos que pudieron reunir sobre lo que había sucedido allí durante la ocupación nazi. Ni siquiera podían estar seguros de que hubiera un solo superviviente o una sola persona interesada en saber lo que había pasado, pero a ellos les dio igual. Su deber era contar lo que habían visto. Su deber era cantar muy alto, con la incierta esperanza de que alguien, en un futuro improbable, pudiera llegar a oírlos.

Ayer, en la calle donde vivo, vi por primera vez a un hombre durmiendo en el suelo. Esto, que es bastante normal en otras partes del mundo, aquí no es habitual, o al menos no lo había sido hasta ahora. Uno veía gente durmiendo en los cajeros, y en algunos portales, y en los solares y edificios abandonados, pero no era normal ver a alguien durmiendo en la acera de una calle del centro. En Delhi o en Manila no es así, y cuando se pone el sol, las aceras se llenan de gente que se dispone a pasar la noche. Las madres extienden una toalla, los niños se acurrucan a un lado, luego los hombres se tienden en el otro, y al final, en el mínimo espacio que queda libre –si es que queda alguno–, se tienden ellas, una vez que han limpiado las escudillas o han ido a buscar agua a un grifo. Y eso lo he visto también en las estaciones de tren de Delhi o de Bombay: andenes y más andenes llenos de gente que dormía sobre una toalla o una esterilla de paja, sin importarle los gritos, los pitidos, los pisotones, los perros. Pero nunca lo había visto en mi propia calle.

Dorothea Lange fotografió a un hombre durmiendo en la calle, en los tiempos de la Gran Depresión americana. Es una de las mejores fotos que he visto: un hombre vestido con un traje que alguna vez fue elegante, con sombrero, durmiendo sobre el asfalto con las manos metidas entre las rodillas. Puede estar en un parking, o en la explanada de una gran nave industrial. Tiene que hacer frío, porque el hombre está encogido contra el suelo, y en primer plano se ven sus zapatos polvorientos con las puntas medio agujereadas. Uno de los zapatos tiene los cordones sueltos. Quizá se olvidó de atárselos, o quizá se quedó dormido cuando intentaba quitarse los zapatos y acababa de deshacer el nudo. O quizá ya se había acostumbrado a caminar siempre con los cordones desatados. Quién sabe.

El tipo que dormía en mi calle era un hombre joven, como lo era el hombre de la foto de Dorothea Lange (Skid Row, el Barrio de los Vagabundos, se llama la foto). Me pregunté cuál podría ser su historia, ese puñado de documentos que pudieran contarnos lo que había ocurrido en su vida, igual que la vasija de leche que contenía los diarios y los documentos de Emanuel Ringelblum sobre el gueto judío de Varsovia. Lo más fácil era pensar que se había quedado sin trabajo y poco a poco se había derrumbado hasta acabar viviendo en la calle, aunque cabían muchas otras posibilidades. Quizá era alguien que se había separado o que perdió su casa, y empezó a vivir en hoteles y pensiones, hasta que se le acabó el dinero y tuvo que vivir en asilos de caridad, de los que también se marchó porque prefería mantener a salvo su maltrecho orgullo viviendo en la calle, donde no tenía que dar cuentas a nadie ni explicarle a nadie su historia. Pero también me pregunté qué habría pasado si alguien –un hombre o una mujer, o incluso un niño–, al ver que se acercaba la tormenta y que la vida de este hombre se tambaleaba, hubiera tenido la suficiente valentía para darle ánimos, o incluso para ponerse a cantar por él.