Jaume Matas construyó una segunda residencia a la altura del concepto que tiene de sí mismo. Las tasaciones son superfluas. Un palacete de 800 metros cuadrados –no olviden el jardín con palmera– perfectamente rehabilitado en una de las zonas más caras de Europa se cotizaba, en el momento de esplendor inmobiliario en que fue adquirido y reformado, por encima del millón de pesetas el metro. Así lo confirman las ventas de otras viviendas en el mismo inmueble. Si el entonces president lo consiguió a una quinta parte de su precio de mercado, sería interesante conocer la contrapartida.

Por las mismas fechas, Matas hacía pública su declaración de la renta, con unas entradas de cien mil euros anuales. Su palacete absorbió los ingresos íntegros de sesenta años, fenómeno explicable si la familia se quedaba sin comer. El río de dinero se esfumó en una segunda residencia deshabitada, según se desprende del registro de ayer. El escándalo no radica en el contenido de la lujosa vivienda, sino en sus ausencias, en el vacío humano que la hace más onerosa.

Qué clase de magnate puede gastarse millones de euros para mantener un palacete deshabitado en Mallorca, mientras reside en Estados Unidos y posee otras envidiables casas en Madrid –donde sus vecinos se maravillan de que pueda permitírsela aunque no tuviera ninguna otra– y en la Colònia de Sant Jordi. Un exceso inmobiliario, la condena por el exceso de liquidez. Nadie hablará en este caso de violación de la intimidad. Matas siempre quiso que toda Mallorca se enterara de su tren de vida. Lo ha conseguido. Los jueces no le preocupan, le sobran precedentes para confiar en que la Justicia está de su lado.