El coronel Javier García Peña es un militar de exquisita afabilidad. El 29 de agosto de 2006, con la sobremesa ya avanzada, respondió a mi llamada desde el lugar donde se hallaba en comida oficial. Me citó para la mañana siguiente, en su despacho de número uno de la Guardia Civil en Balears. Los agentes de la puerta me recibieron con extrañeza, elevada a perplejidad cuando debieron franquearme el paso hacia la austera planta noble.

Me crucé con personas que debían vencer su instinto de arrestarme -quién no confundiría a un periodista con un hampón-. Al acceder al sanctasanctórum del coronel, me tranquilizó la ausencia de colores vivaces. García Peña desplegó su cortesía y ordenó que nos dejaran a solas. Nadie nos interrumpió en vivo ni en telefónico, durante más de una hora. De no haber agotado el asunto, todavía estaríamos sentados en aquel despacho átono.

Vistas las maneras que exhibía el coronel, me consoló imaginar que su negativa de los hechos y los documentos -extraje de la maleta una copia de la factura falsa- estaría envuelta en afectuosidad. Imaginen mi estupor cuando García Peña empezó por admitir que "la obra, legal, legal no es", para reconocer a continuación que las escayolas y travertinos de la documentación eran ficticios. Abrió entonces el cartapacio decimonónico tendido sobre su mesa, y comenzó a extraer las facturas reales. Leroy Merlin, Ikea, Dielectro Balear, los artículos pagados con una liquidez adquirida ilegalmente según la sentencia. Aquello parecía una competición para averiguar quién disponía de más datos, así que me rendí.

No puedo presumir de un hábil interrogatorio, aunque ningún informador está preparado para que su interlocutor -gente bien, anterior jefe de Barajas, enrolado en la cuota más selecta del cuerpo- cante de plano. Se detuvo a la hora de confesar que había recibido el dinero en billetes, se jactó del falso apoyo de la intervención de la Comandancia. Y se había ajustado a la sobriedad de la Guardia Civil. "No he comprado Mièle".

Mi reflexión a posteriori es que García Peña necesitaba contarlo, le pesaba una historia que le colocaba en manos de sus subordinados. Si entonces hice tan mal mi trabajo, fue porque me obsesionaba un detalle intrascendente. Cuando nos sentamos a la mesa donde recibió el dinero, colocó sobre ella un pesado cenicero de cristal, dos cajetillas de tabaco y un mechero que parecía un arma de fuego. Fumó intensamente. Me atreví a plantearle sin parpadear si había recibido dinero de un constructor, pero se me atragantó el interrogante capital. "Con su cargo, ¿por qué fuma usted en una dependencia laboral?" La respuesta se quedó sin pregunta.

García Peña dominaba el itinerario informativo. "Usted lo publicará, y se resguardará en el secreto profesional para no revelar sus fuentes". Hace casi tres años, el coronel ya había sopesado las consecuencias de su acción, "como máximo recibiré una reprimenda". Joan Mesquida lo destituyó cuatro días después de aparecer la noticia en este diario. No le importaba. Arrostraba su pena si arrastraba a su rival, ahora también condenado. "Cuadri no será coronel jefe, ni aunque yo deje de serlo en Balears. Se ha llevado mal con cuatro coroneles anteriores. Lleva treinta años aquí, ya le vale". Shakespeare en la Comandancia.

Gracias a la sentencia, he captado todo lo que me perdí en aquel despacho en las alturas. Por primera vez he visualizado cómo un capitán coloca un sobre con doce mil euros -sellado con su propia saliva- en la mesa de un coronel de la Guardia Civil. La primera obligación de la Justicia es que se comprendan los hechos que juzga. Esta vez lo ha conseguido.