El otro día me descubrí leyendo una entrevista con el novio de la duquesa de Alba, cuyo nombre no me viene en este instante, y me di asco. Debían de ser las cuatro de la tarde y me encontraba insomne (el insomnio de la siesta es innumerable), de modo que cogí el periódico que tenía más a mano y empecé a pasar páginas hasta que tropecé con Alfonso Díez (me acaba de venir), en cuya entrevista recalé como el que toma respiración en el descansillo de la escalera. Lo recuerdo como si fuera hoy. Todavía me veo en el sofá leyendo las idioteces del tal Díez. No he olvidado el desdoblamiento del que fui víctima, solo que en vez de verme desde el techo, como en las experiencias extracorpóreas, me vi desde Proust, y me quedé hecho polvo. Observar desde Proust, incluso desde Corín Tellado, a un individuo que lee una entrevista con el novio de la duquesa de Alba, es muy duro. Por eso digo que me di asco.

Lo normal, cuando uno siente repugnancia por sí mismo, es disimular la arcada, hacer como que no la nota. Después de todo eran las cuatro de la tarde de un miércoles (quizá de un jueves) del mes de agosto. Rajoy, que tiene más responsabilidades que yo, estaba sacando un pulpo cocido de una olla con una camisa de cuadros y un pañuelo morado alrededor del cuello. Lo vi en la página siguiente a la entrevista con Alfonso Díez (o quizá Díaz). Observar al jefe de la oposición de un país en quiebra sacando un pulpo de una olla pone los pelos de punta a cualquiera, lo mire desde lo mire. Yo lo miraba desde el techo, pues el asco que sentía por mí me había sacado de quicio y me encontraba fuera de mi cuerpo. Alrededor de Rajoy había otras personas, también con pañuelos morados o blancos, que sonreían frente a la presencia del octópodo. Cuando dejaban de sonreír, acusaban a Zapatero de estar de vacaciones (que no estaba) y aseguraban que ellos lo arreglarían todo cuando llegaran al poder (que ya han llegado: verbi gracia, María Dolores de Cospedal).

Intenté contemplar el asunto desde Proust, incluso desde Dostoievski, para ver si dejaba de darme asco a mí mismo. Pero no había manera, ahora todo lo veía desde el techo, como si me acabara de morir. Lo insoportable es que continuaba vivo.