Las mayores estafas se han iniciado siempre por el lenguaje. Flexibilidad laboral no significa la capacidad de plegarse a las exigencias de un empleo pero, cuando te has enterado, ya has perdido el puesto de trabajo. La palabra copago surge con el pecado original de no figurar en el arsenal del diccionario de la Academia, un primer dato que obligaría a recelar. Su construcción invita a un sentimiento humanitario de contribución a los siempre desbocados gastos sanitarios, desde la cooperación que nadie rechazaría. El copagano da ejemplo de solidaridad. Por lo menos, hasta que reflexiona que empezó por pagar las facturas que ahora tiene que copagar.

La santa alianza del FMI y el PP garantiza la implantación del copago, pero cabría exigir una denominación ajustada. Por ejemplo, repago, en cuanto que se vuelve a abonar un servicio cobrado generosamente en primera instancia. Aunque más exacta en su configuración, tampoco la palabra repago existe para la Academia. Por lo tanto, podemos definirla de modo libérrimo como el dinero que hay que volver a pagar porque la primera factura fue pésimamente gestionada, cuando no sustraída directamente.

El énfasis en el repago –para garantizar que no se implantará, lo cual significa que es inevitable– no ha venido precedido por la flexibilización laboral de los gestores del primer pago, un desembolso estéril que ahora hay que compensar. Tampoco se ha explicado cómo se concilia la segunda extracción monetaria con la entrega de los hospitales a las mismas constructoras que han protagonizado un colapso económico sin precedentes. En la economía de mercado, ningún producto cuesta más de lo que alguien está dispuesto a pagar por él. En cambio, las administraciones se han comprometido a precios sanitarios que superan sus presupuestos. El repago se exige curiosamente a quienes pagan impuestos, porque sus ingresos están fielmente registrados. Los evasores fiscales, legales o no, ya se han liberado del prepago, y podemos apostar a que tampoco copagarán.