­Arrastraba la Iglesia católica el reflujo de un Pío XII mayestático hasta el cansancio y era urgente airearla como fuera. El espíritu santo, mediante un juego de votos absolutamente imprevisible, colocó en la silla de Pedro a un tal Angelo María Roncalli, patriarca de Venecia de unos maduros 77 años, del que se esperaba bondad, cercanía y emocional apertura, pero en absoluto una fundante revolución estructural en una Iglesia domesticada en sus fundamentos por el papa Pacelli.

Llegado al solio vaticano el 28 de octubre de 1958 sorprendió a creyentes y no creyentes con el anuncio de la convocatoria de un nuevo concilio, que llegaría a ser el Vaticano II, durante el que aparecieron las condiciones de posibilidad para la verdadera transformación eclesial, con sus dos grandes constituciones, la Gaudium et Spes, sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo moderno, y la Lumen Gentium, que conmocionaba la visión de la Iglesia y la lanzaba al futuro como pueblo de Dios.

Los breves años de pontificado del "Papa bueno" son el auténtico punto de partida para todos los cambios posteriores, y su inmediata canonización, junto a Juan Pablo II, implica recordarle como un signo de los tiempos inolvidable de cara a la Iglesia pretendida por el actual papa Francisco, muy parecido a él pero con capacidades diferentes y de mayor alcance.

Pero más allá del Vaticano II, que convierte al "Papa bueno" en un personaje absolutamente histórico, este hombre, nacido en una pequeña aldea cercana a Bérgamo, significa el triunfo de la humanidad de Jesucristo a la hora de comunicarse la Iglesia con la realidad a todos los niveles. Desde los esfuerzos por aproximar a los cristianos separados hasta las reuniones con los grandes líderes mundiales en la famosa "crisis de los misiles" cubana, sin olvidar sus dos grandes encíclicas, Mater et Magistra (1961) y Pacem in Terris (1963). Subía los sueldos a los empleados vaticanos y a la vez recibía a familiares de los grandes mandamases del Kremlin, mientras visitaba instituciones casi marginales y apreciaba un buen vino, recuerdo de sus años diplomáticos en Francia. Era sencillo pero listísimo, y gozaba de una intuición evangélica para detectar la verdad y la mentira. Más que reprender, colaboraba. Y así, fue colándose en la Iglesia una visión diferente de su lugar en el mundo.

El "guante de terciopelo" se lo ponía el corazón. Como hiciera desde sus años de joven sacerdote en la Italia rural, a la que nunca renunció, especialmente en su compromiso con la pobreza. Cuando murió, nada tenía que legar. Solamente su Diario íntimo, auténtica joya espiritual para todo creyente que guste de la acción de Dios en la vida humana, no negándola antes bien potenciándola. El "Papa bueno" dejaba su hogar vaticano suscitando una conmoción mundial, rompedora de los moldes habituales eclesiales. Nada más histórico que la santidad.

El segundo pontífice a canonizar es el líder polaco Karol Józef Wojtyla, que tomó el nombre de Juan Pablo II, y encauzó los caminos eclesiales durante 26 años, años en que la sociedad occidental saltó de una visión cristiana de la vida a una secularización radical que Wojtyla intentó paliar con su "nueva evangelización". Cuando apareció en el balcón del Vaticano al cabo de minutos de su elección papal, pronunció unas palabras nucleares para comprender lo que pretendería más tarde: "Abrid las puertas a Cristo". Porque Wojtyla llevaba al señor Jesús en las entrañas y más allá de todo comentario crítico que soporte por otras razones, hay que reconocerle esta pasión crística, necesaria para comprender, en último término, cuanto llevaría a cabo, que fue muchísimo, fascinante, en ocasiones exagerado y en otras casi molesto.

Porque este hombre carecía de matices. Era un polaco formado "a la contra" del nazismo y del comunismo, y puso toda su recia personalidad al servicio de eliminar tales ideologías en beneficio de una Iglesia que contemplaba como clave en la estructura mundial. Nunca pretendió hacer política pero continuamente la hizo, consumándola en su alianza con el presidente Reagan para demoler el muro de Berlín y dominar la Teología de la Liberación. Intereses diferentes les unían, pero coincidieron en el objetivo, parar el comunismo en Sudamérica y en su posible infiltración en la Iglesia mediante los liberacionistas. Y casi lo consiguió si no fuera porque el comunismo más atroz fue sustituido por otro deleznable modelo, el del capitalismo neoliberal. Ahí, ganó la partida Reagan, pero este detalle ya no le preocupaba a este sucesor de Pedro, fascinante en su protagonismo, atractivo en su sonrisa dominante, contundente en sus admoniciones, y sobre todo, fustigador de cuanto, en su opinión, pudiera perjudicar la "causa de Jesucristo".

Juan XXIII construyó la plataforma para transitar desde la Iglesia católica hasta la sociedad con el Vaticano II, y sin su presencia se habría hecho imposible el actual papa Francisco. Juan Pablo II transitó este terreno, le dio visibilidad histórica al cuerpo eclesial, apasionó a la juventud hasta límites hoy día desconcertantes, y su entrevista con Fidel Castro permanece como un hito de cómo mover la estrategia vaticana a la hora de conseguir lo que está más allá de los instrumentos políticos al uso. Pero llevado de sus primeros años polacos, se erigió en antídoto contra el comunismo marxista que él mismo padeciera durante aquella época citada. Y de la misma forma se mostró intransigente con todo aquello y todos aquellos que, en su opinión, se movían en parámetros diferentes a los suyos, mientras apoyaba descaradamente a sus fieles partidarios, a quienes colocó como fichas intocables del universo vaticano. Un final discutible, no en santidad pero sí mediáticamente, tuvo al mundo pendiente de su inmediata muerte, que constituyó un latigazo moral para muchos y muchas. Y se escuchó el "santo súbito" en la plaza de San Pedro.

Ambos merecen ser canonizados como ejemplos para la vida de los católicos actuales, pero está claro que por diferentes razones. De Roncalli, queda su fascinante bondad inteligente, mientras de Wojtyla permanece una determinación eclesial implacable. Pero no olvidemos un detalle casi siempre desapercibido: entre ambos, estuvo al frente de la Iglesia un emblemático Pablo VI, quien permitió, con su preclara inteligencia, que el Vaticano II permaneciera enhiesto en la bandeja de la historia, mientras luchaba para evitar que por un lado y por otro la innovación desbordara lo innegociable de la Iglesia. Esta actitud en el filo de la navaja, le costó grandes críticas, pero era un personaje dubitativo y pagó muy cara esa permanente duda sobre lo que la vida le ponía cada mañana en la mesa del despacho. Para mí, queda como el mejor sucesor que pudiera tener Roncalli, y nada presagiaba que al cabo, apareciera en su estela Wojtyla. El viento sopla cómo y dónde quiere. Puede que el papa Francisco, del todo diferente a Pablo VI, esté llamado a proseguir su apertura de otra forma. Ojalá.

Una reflexión final. En su momento, la Iglesia pudo haber desarrollado la herencia del Vaticano II, y no lo hizo. El riesgo la paralizó. Fue una lástima. En estos momentos, el pontífice actual, dándonos pruebas de una listura soberana, ha querido complementar la canonización de Wojtyla situándole al lado nada menos que a su tan diferente Roncalli, para que sector alguno eclesial se considere superior al otro. Si entonces no fue posible dar el salto, hay que solicitar de Dios que ahora mismo sea una realidad.