Los artículos editoriales suelen ser anónimos porque expresan la opinión del medio que los incluye. Pero la revista Science incluye la firma de su autor. El último que he leído se debe a Georges Armelagos, antropólogo de la universidad Emory de Atlanta (Georgia, Estados Unidos) que cuenta con una gran reputación en la paleopatología, el estudio de las enfermedades antiguas cuya huella ha quedado impresa en los huesos de quienes las sufrieron. La portada de ese ejemplar de Science, reproducida aquí, mostraba los restos recuperados de una tumba de mil años de la abadía de San Pietro, en Altopascio (Italia), con varios esqueletos que fueron enterrados y rociados de cal casi con toda seguridad como intento de acotar una epidemia que había diezmado el pueblo. Tratándose de una ruta de peregrinación, el riesgo de tener que enfrentarse con nuevas enfermedades se convierte en muy alto; tanto como sucede con nuestro Camino de Santiago. El descubrimiento de esas tumbas colectivas permitirá conocer qué plagas azotaban hace un milenio a las gentes de Europa.

La paleopatología es una ciencia aún más fascinante que la patología general. En cierto modo, eso también quiere decir que sus recursos están aun más limitados hasta que, en ocasiones, lo que se logra averiguar parece más tarea de alquimia que de ciencia. Un ejemplo en ese intento de entender tanto la vida como la muerte antigua se tiene en Phillip Tobias, quien heredó la cátedra de la universidad de Witwatersrand (Sudáfrica) de Raymond Dart, el descubridor del Niño de Taung „el primer australopiteco del que se tuvo noticia. Aún recuerdo el escepticismo con el que algunos expertos en neurofisiología acogieron los trabajos de Tobias acerca de las anomalías de los cerebros fósiles, de los que sólo se conservan, como es lógico, las marcas endocraneales. Pero hoy se cuenta con mucho más que el examen morfológico de los fósiles. Desde la recuperación del ADN antiguo a las técnicas de escaneado de los huesos, que permiten acceder a su interior, los paleopatólogos disponen de herramientas antes inimaginables.

Pero todo esto venía a cuento del editorial de Science. Podría haber sido también un artículo de fondo acerca de la manera, a menudo disparatada, con la que nos enfrentamos con las amenazas de enfermedades con riesgo de pandemia. Recuerda Armelagos que el deterioro del medio ambiente y la globalización están haciendo aparecer y difundirse patógenos de alto riesgo. Pero advierte acerca de que esa historia comenzó en realidad no ahora mismo sino hace diez mil años, cuando la agricultura condujo a la aparición de las primeras ciudades, y se agudizó al acentuarse las desigualdades sociales que limitaron el acceso a los medicamentos y las terapias. Las conclusiones son evidentes aunque Armelagos nos las perdone: repasando la historia de las epidemias pasadas quizá aprendamos algo acerca de cómo hacerles frente hoy. Pero de poco servirá si no se resuelve el problema de las desigualdades.