La ciencia ha sido a menudo vista como una fuente de conflictos éticos. En particular cuando los avances científicos amenazan con modificar al ser humano. Más allá de los personajes literarios como los doctores Frankenstein y Jekyll, una humilde oveja salida de los laboratorios del instituto Roslin de Edimburgo (Reino Unido), Dolly, abrió la caja de Pandora. La sola posibilidad teórica de que las técnicas de clonación demostradas como viables por Ian Wilmutt y sus colaboradores pudiesen conducir a que se crearan bebés de nuestra especie llevó a tal grado de alarma social que las agencias gubernamentales que controlan desde las patentes a los medicamentos pusieron unos límites muy severos: clonación de líneas celulares humanas, sí, pero siempre que no se trate de material reproductivo. Por desgracia, el concepto de "material reproductivo" es de lo más borroso. Dando por sentado que no se puede crear un bebé clónico, ¿hasta dónde cabe avanzar con los óvulos y la sustitución de su genoma?

Poner puertas al campo es una tarea tan inútil como excedida en esperanzas. Un principio básico de la historia de la ciencia sostiene que cuando una cosa puede hacerse, se hace, aunque sea con una larga lista de fracasos y fraudes a sus espaldas. La tentación de ejercer de demiurgo es tan alta que hace siete años el científico surcoreano Woo-Suk Hwang y sus numerosos colaboradores dijeron haber obtenido embriones clonados humanos que podrían fácilmente haberse transformado en fetos y luego en personas. Cuando se hizo público que habían amañado desde los propios experimentos hasta las fotografías de sus resultados, se oyeron no pocos suspiros de alivio.

Pero la cuestión básica es la de dónde se encuentra la frontera entre los fines terapéuticos de la clonación humana y las prácticas intolerables. En especial cuando se producen avances acordes con la manera típica en que progresa la ciencia: pequeños pasos, en apariencia nimios, que llevan a grandes logros. El paso adelante que dio Shoukhrat Mitalipov, del Oregon Stem Cell Center de la Health and Science University de Beaverton (Estados Unidos), consistió en cambiar las mitocondrias de óvulos de mono (Macaca mulatta) sustituyéndolas por las de un donante. El propósito último era el de poder evitar así tal vez las variadas y graves enfermedades humanas que tienen su origen en un defecto de las mitocondrias. El equipo de Mitalipov alcanzó tanto éxito al desarrollar monos sanos con las mitocondrias clonadas que se planteó hacer lo mismo pero con óvulos humanos. Acaba de publicar sus resultados -positivos en parte, con un 20% de posibles embriones viables- en la revista Nature.

Para los experimentos con óvulos humanos, prohibidos en los centros con fondos públicos, Mitalipov y sus colegas tuvieron que utilizar un laboratorio privado. Queda por decidir si lo que merecen es la cárcel o el premio Nobel. ¿Usted qué cree?