Siempre regreso a Cristóbal Serra. Sobre todo, en los veranos. Escribo en presente porque el escritor se ha ido, pero no su escritura, su lectura. Estoy pensando en una conversación que mantuve con un librero de viejo en una calleja de Lisboa. Conocía bien la literatura de Serra, pero no entendía la falta de interés del público español -y mallorquín, añadí- por este escritor leve y profundo a un tiempo. Un ser aparte, una magnífica rareza que uno agradece y celebra. Un alivio contra la pesadez de espíritu. Un bilibú. Un ser libre que, como bien dice en Viaje a Cotiledonia, nunca aceptó que nadie invadiese su espacio poético, ni mucho menos recibir órdenes. Ya se sabe que los bilibús son los que mejor envejecen. De viejos siguen jugando, siempre alérgicos a las ataduras de las convenciones. Siempre me ha atraído esta figura que se asemeja a los cronopios de Cortázar: seres leves y poéticos que persisten en seguir siendo como son: juguetones y díscolos, siempre esquivando las servidumbres que impone la razón gris y plomiza de quienes se creen que, por ser adultos, están obligados a perder el placer, serio placer, del juego. Bobol es su patria, y en Bobol, nos recuerda Cristóbal Serra, "el bilibú jugará hasta el umbral de la ancianidad." Me gusta imaginar a Cristóbal Serra, en los últimos instantes de su vida, pensando en esos bilibús, esos seres que cuanto más viejos son más ganas tienen de seguir jugando, "para sortear, con un botón de alegría, el escollo final." No en vano, el escritor mallorquín versionó a Chuang-tzu, el místico chino que incorporó el humor como forma natural del pensar, lejos de las grandes y pesadas verdades escritas con mayúscula. No podía ser de otra manera. Buen viaje tenga, bilibú, y gracias por la maestría y por los conocimientos prestados. Gracias por su sabiduría traviesa, por sus sabias travesuras. Por desfruncir el ceño del conocimiento. Y a seguir jugando. Nada más. Le seguiré leyendo como si tal cosa.