Hace poco la librería y editorial argentina Eterna Cadencia me pidió, para una sección de su blog, una recomendación de un libro. Cada vez que me piden que recomiende un libro me veo en una posición delicada. Trabajando como editor –y quien tenga este oficio sabrá probablemente de lo que hablo– apenas tengo tiempo para leer libros que no estén, directa o indirectamente, relacionados con mi trabajo y, a la hora de las recomendaciones, son inevitablemente esos libros –los que más conozco, los que más he trabajado, y en muchas ocasiones los que más aprecio– los que se me vienen a la cabeza. Esto me convierte inmediatamente en sospechoso de autopromoción, y no es infrecuente que la gente me mire como si estuviera intentando "colarle" algo.

Admitido este hándicap, guardo la esperanza de que –al menos– no se me vea como uno de esos editores que editan libros que no les gustan y de que se pueda pensar que, cuando recomiendo algo, entre la variedad de "ofertas" a mi alcance, hago una elección netamente personal. Así que, para el blog argentino, decidí no cortarme y recomendé una de nuestras últimas novedades, El libro de la señorita Buncle.

Esta novela, publicada por primera vez en 1934 y escrita por una autora que llegó a ser muy popular en Gran Bretaña y Estados Unidos (la escocesa D. E. Stevenson, de los Stevenson de los faros, sobrina de Robert Louis), tiene todos los elementos para justificar ese adjetivo que tanto nos gusta a los editores imprimir en contracubiertas y fajas: "delicioso". Todo en ella es "delicioso", empezando por el argumento: una solterona inglesa escribe con seudónimo un libro sobre sus vecinos, los vecinos indignados tratan de averiguar quién lo ha escrito, apuntando en todas direcciones menos en la acertada (para ellos la verdadera autora es una mindundi a la que no imaginan capaz de escribir un libro), y mientras tanto la solterona va escribiendo un segundo libro que cuenta las reacciones de sus vecinos ante la publicación del primero. Los vecinos de la señorita Buncle componen una "deliciosa" colección de tipos: el joven vicario, apuesto y tenista; el coronel retirado, inclinado al amor y a la jardinería; el erudito malhumorado y mediocre; la excorista reconvertida en guardiana del "estilo de vida inglés"; la viuda intrigante; el médico sensato; la pareja secreta de señoritas lésbicas; y hasta el sepulturero. No le falta, en fin, de nada a esta pequeña crónica, en clave de comedia, sobre las vicisitudes de un pueblecito inglés donde "hasta los bollitos del impecable mostrador de la señora Silver estaban cargados de electricidad"; la crítica ya la ha considerado, con su habitual ojo para los pasatiempos, ideal para un fin de semana lluvioso o para un viaje en tren.

Hay, sin embargo, muchas formas de recomendar un libro, y no en todas se hace necesario apelar al hechizo de las palabras mágicas. A un lector letraherido le diría, por ejemplo, que se fijara en una no del todo "deliciosa" incógnita literaria que planea sobre la novela. El editor que recibe el manuscrito de la señorita Buncle se pregunta desde el primer momento, en vista de su insólita y casi desproporcionada candidez, si quien lo ha escrito es "un genio o un imbécil" y si la novela es "una sátira exquisita" o solo el producto de "la mirada inocente de un simple". La señorita Buncle, enfrentada a este dilema, apenas puede alegar que ella es una persona sin "pizca de imaginación" y que, por tanto, solo puede escribir sobre las personas y las cosas que conoce. Esta dicotomía entre propósito y efecto, entre objetividad y comicidad, se traslada naturalmente a la propia novela de D. E. Stevenson, que parece tratar, a la larga, de lo que ocurre cuando la simpleza pasa por ironía, y adelantar la idea harto moderna de que la mejor parodia de un texto es el texto mismo.

Cuando el editor recibe el segundo manuscrito de la señorita Buncle, se sorprende nuevamente, esta vez porque "nunca había leído una novela sobre una mujer que escribe una novela sobre una mujer que escribe una novela". Tal vez este editor inglés de 1934 no se habría extrañado tanto si nueve años antes hubiera leído Los falsificadores de moneda de André Gide (la novela de un novelista que está escribiendo una novela que es la propia novela que está leyendo el lector), e incluso, ya en 1895, su precoz tentativa Paludes. Algunos años más tarde, Borges habría podido recordarle que, cuando los personajes de Hamlet asisten dentro de la propia obra a una representación de la historia de Hamlet, o cuando los personajes de la segunda parte del Quijote dicen haber leído la primera parte, se produce un inquietante trasvase que sugiere que "si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios". La historia de la literatura podría proporcionar ejemplos anteriores (recuerdo que el protagonista de Blanquerna de Ramon Llull, del siglo XIII, lee, hacia el final del libro, el propio libro del que es protagonista) y por supuesto posteriores que inciden filosóficamente en la materialidad del texto o bien, al contrario, en su tenebrismo platónico. Todos estos dilemas, sin embargo, no le parecen al editor de la señorita Buncle sino "un juego de espejos como los de los sastres", lo que no es, ciertamente, una imagen muy elevada. Pero, teniendo en cuenta cómo ha ido evolucionando la metaliteratura en nuestros días hasta convertirse en un género y de ahí en bullicioso pero pueril academicismo, uno se pregunta perversamente si su lugar no estará precisamente en la comedy of manners, y si nunca debería haber salido de ahí.

Se me ocurre un último motivo, coyuntural pero bastante grave, para recomendar El libro de la señorita Buncle. La novela fue escrita y está ambientada en 1934, en plena Gran Depresión, y la idea de su heroína de escribir un libro viene determinada por la mengua de sus recursos (es interesante, por otra parte, que se decante por esta opción tras descartar la cría de gallinas). En España estamos viviendo ahora un momento desastroso en el que el ciudadano es obligado a pagar deudas que él no ha contraído, exprimido por las exigencias de un sistema liberal que postula la autorregulación del mercado cuando las cosas van bien y sin embargo pretende que sea el contribuyente quien pague su corrupción y su incompetencia cuando las cosas van mal. El empeño apenas disimulado del actual gobierno de salvar no otra cosa que los bancos y la clase política se traduce en una política de recortes sin el menor incentivo y cuyo único objeto es una población saqueada, desmotivada y torpedeada en su inteligencia. Parece oportuno recordar aquí que, en circunstancias de precariedad, la señorita Buncle tiene lo que ahora a nosotros se nos niega: un estímulo y una iniciativa. Y que esa iniciativa, previsiblemente, se resuelve –con intención o sin ella– en una sátira.