La relación que existe entre ciencia y religión podría parecer nula. La ciencia sería en buena parte el medio con el que los seres humanos intentamos desprendernos de las explicaciones sobrenaturales. Pero ambas, la religión y la técnica experimental, buscan en realidad lo mismo: interpretar el mundo que nos rodea, darle un sentido que seamos capaces de poner a la altura de nuestro pensamiento. Comprender el mundo es otra cosa y tanto la ciencia como la religión nos enseñan que eso no es fácil, ni tal vez posible. A los misterios del dogma les corresponden las leyes de la naturaleza que, en ocasiones, tenemos que reducir a formulaciones matemáticas imposibles de visualizar en términos de sentido común. Intente imaginarse un mundo en doce dimensiones o, si lo prefiere, una partícula subatómica capaz de estar en distintos lugares a la vez.

Hay algo, no obstante, en que la ciencia quiere liberarnos de las interpretaciones místicas: el sentimiento de pecado. Si lo que nos sucede tiene una explicación natural, si caen los rayos, se secan los terrenos o se inundan los pastos no a causa de que hayamos hecho enfadar a un dios vengativo sino porque las circunstancias del clima y los azares así lo disponen, entonces no es preciso ni arrepentirse, ni aceptar penitencia alguna. Esas cosas suceden al margen de nuestros vicios y virtudes. Buena noticia es, pues, leer comentarios como el del antropólogo Bruce Latimer, de la universidad de Case Western Reserve de Cleveland (Ohio, Estados Unidos) en la revista Science respecto de las causas de los muchos males que nos afectan, en especial cuando envejecemos, a la columna vertebral y al aparato locomotor. No es ningún castigo divino a nuestro orgullo; se trata de que, al pasar de la locomoción cuadrúpeda a la erecta, nuestros ancestros de hace siete millones de años comenzaron un camino evolutivo que nos ha llevado a nuestros dolores de espalda y rodillas actuales.

Casi cada hueso del cuerpo se modificó para poder caminar sobre dos pies y no cuatro patas, de acuerdo con el estudio comparativo que lleva haciendo Latimer desde hace más de tres décadas. Casi todos esos cambios imponen difíciles equilibrios y exigencias múltiples que conducen hacia la deformación y desgaste de las articulaciones. La espondilosis, la cifosis, las hernias discales e incluso la osteoporosis son secuelas que proceden de ese cambio en la forma de locomoción. A medida que la esperanza de vida crece, el problema se agrava.

Pero ¡ay!, esa explicación naturalista nos vuelve a convertir en cierto modo en culpables. La vida sedentaria es un pecado, uno del que nos habían advertido ya todos los médicos, fisioterapeutas e incluso padres responsables antes de que los científicos entrasen en la comparación detallada. Si se suma la pereza a las dificultades impuestas por la bipedestación, nuestros males se vuelven tremendos. Con la diferencia respecto de los soluciones religiosas de que rezar, en ese contexto, no nos va a servir de nada.