No me gusta la fruta

Imagen de un pleno del Ayuntamiento de Palma.

Imagen de un pleno del Ayuntamiento de Palma. / Manu Mielniezuk

Àngels Fermoselle Paterna

Àngels Fermoselle Paterna

Hace más de un mes empecé a escribir un artículo para esta sección al que le puse por título «Plenos vociferantes». Quería explicar lo desagradable que es para quienes nos tomamos la molestia de asistir a los plenos municipales del Ajuntament de Palma ya sea en persona, en el turno abierto a las entidades o por pantalla, tener que aguantar los malos modos, el desprecio y el ninguneo con el que se trata a los rivales políticos. Sí, escribo rival, bien consciente, porque muchas regidoras y regidores no se tratan como compañeros, ni siquiera como adversarios, sino como enemigos contra los que descargar odio, venganza y mostrar desafiantes la parcela de poder que se ostenta, ya sea en la oposición o en los grupos de gobierno, aunque solo sea el uso de la palabra.

Yo pretendía advertir a padres y madres que no se les ocurriera llevar a sus vástagos a una de esas sesiones de cada último jueves de mes, porque si su intención era mostrarles en vivo y en directo una lección de democracia, probablemente saldrían con los pelos tiesos y jurando no votar en su vida.

La cuestión es que el artículo se quedó solo en un esqueleto con título que el último pleno ha devuelto a la actualidad con la famosa frasecita «Me gusta la fruta», que el regidor de movilidad le lanzó a la cara a la principal representante de Més.

A mí no me gusta la fruta porque es dulce, y el dulce solo me seduce en pequeñas dosis. Menos me atrae si pretende encubrir una frase que insulta a madres, hijas, hijos y putas, víctimas estas últimas del machismo incrustado en las sociedades humanas de todos los tiempos.

Alguien se quiso hacer el gracioso en Cort y se armó el Belén, un lío monumental como el que cuentan que se encontraron María y José al ser obligados, como otros muchos, a empadronarse en Belén. O quizás sería más apropiado decir que se montó la de San Quintín, una reyerta bélica que causó grandes estragos.

Ha pasado ahora, con una salida de tono insultante especial, pero ya les digo, es tónica habitual desde hace bastantes legislaturas, gobierne quien gobierne. Y en los últimos ocho años no ha habido un comportamiento precisamente ejemplar. He enrojecido de vergüenza ajena en demasiadas ocasiones y, por salud, he tenido que dejar de escuchar las mentiras y los insultos más o menos explícitos que se vertían desde las tribunas.

Pensándolo mejor, tiene algo de teatrera, tanta salida de tono, ya que no son pocas las veces en que tanto en comisiones como en el propio pleno se avienen a pactar propuestas y se llegan a acuerdos, incluso por unanimidad, y parecería imposible compartir nada entre quienes se tratan como si estuvieran en las antípodas morales.

Estaría bien que el teatro se dejara para quien sabe y la política se ejerciera desde la honestidad, la capacidad de pactar y la entrega a la ciudadanía. No tenemos más que la política para organizarnos y mejorar; ignorar eso o tratarla a patadas trae fatales consecuencias. Demasiada gente tiene ya como lema indiscutible “Todos los políticos son iguales, unos payasos que van a lo suyo». Estaría bien no tener que darles la razón.

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