El próximo viernes tendrá lugar la fiesta de santa Catalina Thomàs, santa mallorquina conocida popularmente como la Beata. En Palma, la iglesia de Santa Magdalena, como cada año, se volverá a llenar de fieles y las niñas se disfrazarán de antiguas payesas, todo ello para venerar a la Santa mallorquina que desde el siglo XVI se convirtió en protectora de muchas familias de la Isla.

Catalina, hija de Jaume Thomàs Creus y de Marquesina Gallard, nació el 1 de mayo de 1531, en Valldemossa. La familia de Catalina era una de tantas familias numerosas, humildes y cristianas del pueblo. La repentina muerte de su padre, a quien casi no conoció, provocó un fuerte vínculo afectivo entre la niña Catalina y su abuela paterna. Ésta se encargó de educar a su nieta en la religiosidad mariana, incorporando muy pronto a sus hábitos diarios el rezo del santo rosario. Muy pronto despuntó en ella un toque que la diferenciaba del resto de las niñas del pueblo, una seriedad poco usual para su edad que la llevaba a buscar la soledad y el contacto con la naturaleza para hacer mejor la oración. A los seis años tuvo la visión de Jesús Crucificado, que potenció, aún más, su visión sobrenatural, preparando su alma para los más altos vuelos.

A los siete años, Catalina perdió a su madre. Hasta los diez años consiguió vivir con su abuela -ya muy mayor-, pero, llegada a esta edad se tuvo que ir a vivir con unos tíos suyos que poseían el predio de Son Gallard, situado entre Valldemossa y Deià. En aquellos parajes habitaba un ermitaño, fray Antonio Castañeda, que años atrás había formado parte del ejército de Carlos V y que rumbo a Argel había hecho escala en Palma. Una vez la flota había zarpado de la capital mallorquina hacia las costas de África, una fuerte tempestad hizo naufragar muchas naves. El capitán Castañeda fue uno de esos náufragos, que al verse en peligro prometió al Señor, que si sobrevivía a la catástrofe abandonaría el ejército para dedicarse plenamente a la vida contemplativa y a la oración. Fue rescatado con vida y llevado de nuevo a Mallorca, dónde cumplió a raja tabla con su promesa. Fray Castañeda y la niña Catalina se conocieron en Son Gallard y muy pronto la niña le confesó al ermitaño que quería dedicar su vida al Señor siendo monja. Fray Castañeda ayudó a la niña para llevar a buen puerto sus aspiraciones: habló con sus tíos y consiguió que la familia Zaforteza-Tagamanent, de las principales de Palma, la acogiese en su casa mientras conseguía reunir el dinero para la dote, requisito indispensable para entrar en un convento. Se hizo muy amiga de la hija de esta familia, Isabel, que la introdujo en el sociedad palmesana. Debido a las fuertes penitencias que se imponía, Catalina enfermó y los Zaforteza-Tagamanent la trasladaron a su predio de Raixa. Allí durante su convalecencia tuvo una visión por la cual se le reveló que ingresaría en el convento de Santa Magdalena. Tras su recuperación regresó a Palma. Mientras tanto las donaciones para su dote no llegaban. Así las cosas, y ante la ansiedad de la joven Catalina, fray Castañeda pidió su ingreso, sin dote, a tres conventos: el de Santa Magdalena, el de San Jerónimo y el de Santa Margarita, el más antiguo de la ciudad. Catalina esperó sentada en una piedra del torrente de sa Riera (recordemos que en aquella época, el torrente aún pasaba por la actual calle de Unión), cerca de la iglesia de San Nicolás -actualmente se conserva la piedra incrustada en el ábside de la parroquia-, que le comunicasen si la admitían en algún convento. Finalmente, se confirmo que podía ingresar en el convento de Santa Magdalena. Una vez conseguido el objetivo de hacerse monja, Catalina, pudo continuar y acrecentar su vida de santidad. A pesar de su clausura tuvo gran influencia en la sociedad palmesana. Muchas fueron las personas que a lo largo de su vida fueron a pedirle consejo -el virrey o el mismísimo obispo iban a consultarle al locutorio-, y así fue aumentando su fama. Después de su muerte, acaecida el mes de abril de 1574, fue aclamada santa por las gentes y empezó el lento proceso de canonización. En 1779 fue proclamada venerable. La intervención de las familias de la nobleza -recordemos la lámpara de plata que regaló el marqués de Bellpuig para la capilla de la santa, prueba de la gran devoción que los Dameto le tenían- fue crucial para proseguir con el proceso. En 1785, el Cardenal Antonio Despuig fue trasladado a Roma y allí se convirtió en un entusiasta impulsor de la venerable Catalina Thomàs. En 1792, consiguió que el Papa Pío VI expidiese el Breve de beatificación. Finalmente, en 1930, el Papa Pío XII la canonizó. La explosión de júbilo entre los mallorquines fue memorable, sobretodo la procesión multitudinaria de su cuerpo incorrupto desde el convento hasta la catedral. La fiesta litúrgica de Santa Catalina Thomàs se celebra el 28 de julio, coincidiendo con la novena de la Santa Titular del convento, Santa Magdalena.

(*) Cronista oficial de la ciudad