Opinión | Las cuentas de la vida

Los jinetes de la decadencia

El miedo, el autoodio y la desesperanza suscitan la decadencia

Kenneth Clark en Notre-Dame de París.

Kenneth Clark en Notre-Dame de París. / BBC

Kenneth Clark fue uno de los grandes historiadores de Arte del siglo XX, el director que luchó por salvar los fondos pictóricos de la National Gallery durante los bombardeos alemanes de Londres, y el guionista y presentador de una de las series documentales más icónicas que jamás se hayan emitido: Civilisation, creo que nunca estrenada entre nosotros, precisamente por la ausencia de artistas españoles. Eran los años del franquismo y la corrección política del momento evitaba cualquier reconocimiento del arte y de la cultura de un país que pasaba por ser africano antes que europeo. Años más tarde, Clark se disculpó por ello (¿cómo explicar la historia de la pintura sin Velázquez, Zurbarán o Goya?), aunque sus excusas sonaron más bien forzadas. En cualquier caso no es de esto de lo que les quería hablar, sino de las preguntas fundamentales sobre las que se articula su pensamiento: ¿cómo se construyó la civilización frente a la barbarie? Y, a continuación, ¿cómo decaen las naciones?

A la primera cuestión, Clark respondía con dos conceptos: la idea de orden y la noción de una antropología humanista. No toda cultura es civilizada, ni todas son exactamente equivalentes. De este modo, reaccionaba contra un relativismo estéril y contraproducente que tiende a negar incluso la evolución. A la segunda pregunta, el historiador inglés contestaba con una triple advertencia acerca del miedo, la falta de autoestima y la desesperanza. Se diría que los tres se encuentran interconectados y que nos cuestionan también a nosotros: ¿de qué tenemos miedo?, ¿cuáles son nuestros temores? La respuesta tiene mucho que ver con la ideología personal, a la vez que con el espíritu de una época. La fragilidad psicológica, económica y social es un fenómeno distintivo de la posmodernidad. Si tenemos miedo, ¿podemos confiar en nuestra cultura, en nuestras creencias, en nosotros mismos? ¿No es acaso el autoodio –a los valores occidentales, por ejemplo– otra característica de la sociedad contemporánea? Y, finalmente, ¿cuáles son nuestras fuentes de esperanza?: ¿la ira de los populistas, las soflamas de los demagogos, las utopías acríticas? ¿O se han cegado las fuentes y se aplaude el nihilismo como un último eco de la inteligencia? Habría que preguntarse, entonces, si el asesinato de Dios profetizado por Nietzsche no se ha convertido también en la muerte del hombre. De todos modos, este es un debate casi exclusivamente occidental. Y que vaya ligado con la sensación de decadencia no deja de tener su interés.

El valor de la mirada histórica radica en que permite encuadrar cualquier época. Por decirlo de otro modo, no es la primera vez. Y la propia consistencia de la condición humana nos recuerda que los ciclos –y sus lecciones– se repiten a lo largo de los siglos. El miedo, la desconfianza hacia uno mismo y la desesperanza abonan la decadencia de los pueblos. Quizás no haya mejor ejemplo de ello que la ausencia de niños en una sociedad. El invierno demográfico subraya el pesimismo que se ha instalado en Europa y, de un modo muy especial, en España. La melancolía invita a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor; pero, como todas las tentaciones, esta también resulta tendenciosa. Y seguramente falsa. El futuro depende sobre todo de nosotros, de nuestra voluntad y de nuestra inteligencia colectiva. Y para ello, el miedo, el autoodio y la desesperanza son muy malos consejeros.

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