Opinión | en aquel tiempo

Norberto Alcover

Francisco en Pasión

Al comienzo de su pontificado, nos vimos sorprendidos por un documento pontificio de amplios vuelos, pero redactado con un estilo diferente, mucho más asequible para los lectores laicos: «La alegría del Evangelio»

La Semana Santa es un momento oportuno para contemplar la persona y la vida del Sucesor de Pedro y representante de Jesucristo en su misión eclesial e histórica, cuando se han cumplido los 11 primeros años de su elección como Papa de la Iglesia Católica. Entre otras razones, además del ciclo temporal, por las polémicas suscitadas en torno a sus medidas de gobierno, que objetivan, una vez más, la diferente apreciación de la naturaleza y sentido de nuestra Iglesia en esta sociedad donde reside entre tantas otras realidades que también intentan imprimir su sello ideológico y moral para organizar nuestra convivencia.

Al comienzo de su pontificado, nos vimos sorprendidos por un documento pontificio de amplios vuelos, pero redactado con un estilo diferente, mucho más asequible para los lectores laicos: «La alegría del Evangelio». Era un manifiesto muy personal de gobierno, donde ya emergían dos realidades que acabarían por ser sustanciales en el cuerpo doctrinal de Francisco: la misericordia y la centralidad de Jesucristo. Porque este papa, venido de tan lejos y con amplio bagaje pastoral, estaba formado en la Escuela de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, jesuita como es, y en tal texto ignaciano la misericordia de Dios, manifestada en Jesucristo, es absolutamente central. Pero además, se trata de una misericordia «samaritana», en la medida en que El Dios de Jesucristo no es un concepto abstracto porque se implica en la solución del pecado humano, hasta producir salvación y liberación humanas.

Más tarde, entregará otro documento más incisivo de la cuestión: «Misericordia et Misera», donde insiste en la dimensión fraternal de la difusión de la misericordia divina en nuestra propia precariedad. En todo caso, estos once años de Francisco están subrayados de forma indeleble por la exigencia de «vivir en estado de misericordia samaritana», que se convierte en adquisición teológica y revoluciona el entramado eclesial donde lo más íntimo. Este vuelco desde posturas más teológicas-teóricas a una teología mucho más bíblica y experiencial, siempre referida al «ser de Dios», manifestado en Jesucristo, ha suscitado muchas reacciones críticas, si bien cubiertas por un velo de exigencia dogmática, de clamor por cierta contradicción con el pensamiento de Benedicto, y sobre todo, porque tal actitud y teología misericordiosa ponían en jaque tranquilas conciencias acostumbradas a un «catolicismo ritualista», que ha demostrado su inoperancia para una sociedad secularizada como la nuestra.

Y junto a la misericordia samaritana, la centralidad de Jesucristo, herencia privilegiada de Ignacio de Loyola. Se trata de poner en el epicentro la persona que, desde la fe, como es lógico, nos manifiesta, al ejecutarla, esa misericordia de Dios, que en Jesucristo se hace «Encarnación», y al cabo, Pasión, Muerte y Resurrección. Es el entramado pastoral y teológico insobornable de los cristianos, y no menos de los católicos, eso que nos hace «creyentes» como tales. Decía Pedro Arrupe que «hay que proceder como procedió Jesús». Para Francisco, muy inspirado también en Francisco de Asís, el amor de Dios es misericordia en estado puro y duro. Dicho de otra manera: en Jesucristo, que se entrega absolutamente por nosotros, Dios se ha manifestado como Amor de Obras y no de Palabras. Es el núcleo de la fraternidad y de la paz, habiendo mamado nuestro personaje «una justicia que brota de la fe». Es decir, desde un Dios misericordioso se transita a «una humanidad también misericordiosa». Algunas personas acusan a Francisco de humanizar exageradamente la fe cristiana y el rol de la Iglesia, cuando solamente están cayendo en una de las tentaciones más graves: desmerecer la Encarnación, Muerte y Resurrección de Jesucristo, quien se hizo «en todo igual a nosotros, menos en el pecado». Pablo dixit.

Es inevitable cerrar este proceso pasional en nuestra Semana Santa, que también debe de ser de descanso y reencuentro, con una expresión tomada de Ignacio Ellacuría cuando habla de «los crucificados de la Historia». En estos momentos, son muchas las personas que acompañan a Jesucristo y a Francisco en el dolor desde el olvido social y personal. Son los descartados de nuestra sociedad. Con ellos y ellas tendríamos que ejercer nuestra misericordia samaritana de manera concreta, visible, individual y ciudadana. Una misericordia que también se llama comprensión, cercanía, justicia, asistencia, porque solamente creemos en Dios de verdad si «procedemos como procedió Jesús». Pasión de Ucrania. Pasión de Palestina. Pasión de Haití. Y tantos más.

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