Opinión

Nadie es turista

La industria turística es algo así como Ikea, con su coartada democratizadora y su ambición global

Turistas frente la Catedral de Palma

Turistas frente la Catedral de Palma

Descubrí que nunca cambia nada el 9 de septiembre de 2021, cuando pedí una Coca-Cola en un bar de la plaza del Pi. La camarera me dijo el precio (3,5 euros) y yo no dije nada, pero mi cara se alteró lo suficiente para que ella, con una sinceridad adorable, quisiera aclararme una evidencia: «Precio turista, ya sabes». Rebusqué calderilla en el monedero y ahí rescaté eslóganes escuchados en pandemia: «Saldremos mejores» (eso si podemos salir, porque con estos precios) y «Saldremos juntos» (quizá para sufragar a medias las consumiciones).

Entonces pensé en qué es ser turista y en qué es serlo en una ciudad cuyo 12% del PIB depende de este sector. Del mismo modo que ese pesado dice que él no se repite, sino que insiste, el turista se define como viajero, trotamundos, alma inquieta. Nadie se ve a sí mismo como turista, del mismo modo que casi nadie se ve como clase trabajadora (sino media, con tendencia a la baja). Se me ocurre que quizá nadie se considera turista, ni tampoco clase trabajadora, porque en realidad todos somos trabajadores del turismo.

En el magnífico libro de Anna Pacheco Estuve aquí y me acordé de nosotros. Una historia sobre turismo, trabajo y clase (Anagrama), hay un momento especialmente tragicómico. Una tal Eva Ballarín, experta en estrategia y liderazgo, reflexiona en su LinkedIn (que es algo así como pensar en voz alta para que te escuche el jefe) sobre cómo los ciudadanos reciben a los turistas: «Lo que todos queremos para nuestros destinos es que cuenten con anfitriones extraordinarios». Y luego se lamenta: «Pero nuestros destinos están llenos de gente real. No son figurantes». La solución pasa por la pedagogía: explicar a los indígenas por qué deberían ser modélicos, para que remen en la misma dirección que el Gremi d’Hotels, para que, en fin, trabajen gratis para el sector.

En otro punto del texto, Pacheco reflexiona sobre cómo son los propios turistas, con sus recomendaciones en redes sociales y sus visitas a los sitios fijados por las guías, los que sostienen la industria. Aunque el grueso del libro, claro, habla de los verdaderos damnificados, los currantes de los hoteles de lujo. Esto es, todos trabajamos para el sector turístico, a veces sin saberlo y siempre sin oler los beneficios reales.

Llegados a este punto, se me ocurre que el turismo es algo así como Ikea (todo el mundo compra, carga, transporta y monta los muebles), con su coartada democratizadora (del viaje, del mobiliario) y su ambición global (aquí y en el resto de Europa, todas las calles comerciales y todas las mesas Lack son la misma). Por otro lado, casi todos tenemos esos muebles, y casi todos hemos viajado en Ryanair para ver Londres por primera vez, y parece que eso nos invalida para denunciar lo que nos parece un pelín irritante.

Y aun así nadie es turista. De hecho, creo que si bloquearan un pedazo de tierra (en Acapulco o en el centro de Praga) y facilitaran la creación de un Estado Turista tipo Israel, tendría un PIB por los suelos y una guerra civil inminente, porque nadie amaría a su país y todos odiarían a sus conciudadanos.

Podría hacer una lista de la multitud de ángulos audaces desde los que Pacheco mira el fenómeno en apenas 140 páginas, pero insistiré solo en este: Ballarín habla de cómo concienciar a los vecinos de los beneficios de sonreír al visitante. No es fácil: hay pintadas que invitan a los turistas a irse a su casa e incluso maniobras ocurrentes de vecinos que pintan mal las indicaciones hacia el Park Güell (como el correcaminos que cambia la señal para que el coyote caiga por el acantilado). Y aun así, esto es casi anecdótico.

Sin embargo, sí se están publicando libros rabiosamente lúcidos (y nada autocomplacientes) como el de Pacheco. O como Pasea y ojea, de Cara Nubiola (Libros del KO), una especie de glorioso fanzine que ironiza con la retórica de la guía de viaje con planteamientos casi patafísicos, como el de apadrinar matojos, alquilar un Airbnb en el techo del Arc del Triomf o participar en una encuesta sobre las esquinas más deprimentes de la ciudad. Son estos dos libros, como el disco Ciutat de Sorra de Hidrogenesse o algunos hits raperos de Jordi Ganchitos, la mejor manera de entender una ciudad donde te cobran 3,5 euros por una Coca-Cola y luego te sonríen y te explican que no es algo personal, que no es por ti, que es por ellos, ya sabes. Es por ellos.

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