El enconamiento de la enemistad

Para que la democracia sea capaz de sobrevivir, es necesario que el núcleo sociopolítico moderado sea claramente dominante y esté imbuido de las referidas ideas de tolerancia, condescendencia y respeto

Antonio Papell

Antonio Papell

Si la democracia es ante todo el mejor método que la humanidad ha inventado en toda su historia para la resolución de conflictos, también puede decirse que los sistemas parlamentarios son instituciones idóneas para gestionar la enemistad. Remontándonos hasta Hegel en la construcción intelectual del pluralismo democrático, el procedimiento es simple: suscitadas dos opiniones discrepantes y en competencia, la tesis y la antítesis, los representantes de la soberanía utilizarán la dialéctica, el debate, para intentar conseguir una síntesis, que es la que se impondrá… Y si no se consigue, prevalecerá la tesis que obtenga el mayor apoyo.

Este planteamiento, para ser eficaz, requiere un consenso originario, un «contrato social» (Rousseau) que consiste en el reconocimiento mutuo entre todos los actores y en la aceptación de unas reglas de juego universales y permanentes. En la práctica, tales requisitos se convierten en la aceptación de que el adversario puede tener razón (quien no lo admita no será un verdadero demócrata) y en la admisión, como última ratio, del sufragio universal.

Las democracias no son construcciones mecánicas que puedan ser implementadas en cualquier tiempo y lugar: para que existan y arraiguen, hace falta una cultura política determinada, basada en el escepticismo y en la tolerancia. Para un demócrata, hay muy pocas verdades reveladas que sean inobjetables. De hecho, no hay democracia sin un razonable relativismo moral, que es la actitud correcta del hombre ilustrado y conviviente, de la persona que se reconoce capaz de formar sociedad con otras personas diferentes en casi todo, aunque coincidentes en su afán de convivir. Para un demócrata, en fin, el discrepante no es un enemigo, ni sería una tragedia que triunfasen sus tesis, ni los problemas tienen una única solución posible. Por fortuna, en las sociedades complejas el bien y la verdad son debatibles, rebatibles y controvertibles.

Pues bien: para que la democracia sea capaz de sobrevivir, es necesario que el núcleo sociopolítico moderado sea claramente dominante y esté imbuido de las referidas ideas de tolerancia, condescendencia y respeto. En este país, desde la etapa fundacional a finales de los años setenta, este núcleo ha estado integrado ininterrumpidamente por PP y PSOE, a los que se han adherido otras organizaciones (PCE primero e IU después, CiU, el PNV, el CDS, etc.) Pero en los últimos años, y sobre todo en la etapa (todavía abierta) posterior a la gran crisis de 2008, la distancia entre PP y PSOE se ha agigantado hasta extremos inquietantes. Puede pensarse –es legítimo— que los nuevos radicalismos (el populismo de Podemos, la ultraderecha de Vox) han introducido cuñas entre las dos grandes formaciones históricas. Pero la responsabilidad de este fenómeno de mutua desconsideración ha de ser atribuido sobre todo a sus actores principales, el PP y el PSOE, que no parecen ser conscientes de su obligación de fair play ni de las consecuencias nefastas de su deslegitimación recíproca.

Decía hace poco Almodóvar en una hermosa entrevista que le hacía Mercedes Milá que le creaba gran inquietud la creciente malquerencia que observaba en la sociedad española, en la que advierte un incremento de la animadversión y del odio, una descomposición de lo que fue gregario y en un debilitamiento de los lazos de solidaridad y pertenencia que antes nos vinculaban más estrechamente. Es probable que esta erupción de personalismo liberal, que fácilmente deriva en egoísmo, que el gran cineasta detecta en sus observaciones sea un trasunto del desdén con que se tratan entre sí los políticos, cada vez más ensañados con el otro, sin respeto a la audiencia ni a sí mismos. Este fenómeno, que algunos extreman en forma de verdaderas amenazas de muerte, podría ser el causante de que la vida en las ciudades, en las distintas circulaciones colectivas, se haya teñido de un odio atávico, inquietante y perturbador que deberíamos hacernos mirar.

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