Vivir cien años

Es fácil intuir que la longevidad presenta grandes retos para las sociedades contemporáneas y los sistemas de bienestar de las democracias liberales, con un gran impacto en materia de atención sanitaria, en el mercado de trabajo y, por supuesto, en los sistemas de pensiones

Yolanda Román

Yolanda Román

La esperanza de vida ha aumentado significativamente en todo el mundo. A mediados del siglo pasado, las personas vivían de media unos 45 años; hoy en día, la esperanza de vida es algo más de 70 años. Estas cifras reflejan la media mundial y la brecha que todavía existe entre países y zonas geográficas. En países muy desarrollados como Japón, Suecia o España la esperanza de vida sobrepasa los 80 años. Al parecer, la persona más longeva de la que se tiene registro vivió 120 años. Las predicciones apuntan a un alargamiento constante de la vida. Viviremos cien años, dicen. ¿Aspiración o distopía? 

Cuando se habla de vivir cien años suelen referirse claves o consejos para retrasar el envejecimiento: la genética, una buena alimentación, hábitos saludables, el ejercicio, incluso la adecuada gestión de las emociones contribuyen a posponer lo inevitable. El año pasado, Dan Buettner nos descubrió con su célebre miniserie documental los secretos de las comunidades más longevas del planeta. Su periplo para identificar las denominadas «zonas azules» va desde Estados Unidos hasta Japón, pasando por Costa Rica o Grecia, donde encontró comunidades con la tasa de personas de cien años más alta del mundo, cada una con sus hábitos y costumbres propias que explican su excepcional salud y energía. Pequeños milagros. 

Pero qué pasará si aumenta mucho la esperanza de vida a gran escala. El desarrollo tecnológico promete grandes avances en la prevención y tratamiento de enfermedades. Además, ya no solo querremos vivir más, sino mantenernos jóvenes por más tiempo. Algunas investigaciones científicas apuntan ya a la eterna juventud. La ingeniería genética, la medicina regenerativa y personalizada y la inteligencia artificial al servicio de la salud están sofisticando las herramientas y soluciones para alargar la vida y detener el proceso de envejecimiento de una manera nunca antes vista. 

Es fácil intuir que la longevidad presenta grandes retos para las sociedades contemporáneas y los sistemas de bienestar de las democracias liberales, con un gran impacto en materia de atención sanitaria, en el mercado de trabajo y, por supuesto, en los sistemas de pensiones. Por no hablar de algunos dilemas éticos o políticos como la desigualdad en el acceso a los avances tecnológicos. Es legítimo desear vivir cien años, pero también lo es preguntarse si es sostenible e incluso, por qué no, si es deseable. 

Resulta extraño que este tema tenga tan poca visibilidad en la agenda política cuando las implicaciones son tan evidentes. La longevidad es uno de los drivers más radicales de la transformación que el desarrollo tecnológico está provocando en todo el mundo. Hay que empezar a verbalizarlo y a cambiar nuestra mirada, nuestras costumbres y nuestras propuestas en todos los ámbitos. 

En los 90, Sabina recomendaba pastillas para no soñar si lo que quieres es vivir cien años. Hoy corremos el riesgo de soñar demasiado y no ver hacia dónde vamos.

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