PENSAMIENTOS

El forn de la felicidad

Lo primero que nos cautiva es el olor al franquear la puerta. Si el paraíso tuviera un aroma, seguro que sería ese. En el aire hay una mezcla agradable, y atrayente, de todas sus especialidades dulces. Es una atmósfera celestial

Felipe Armendáriz

Felipe Armendáriz

Existe en el palmesano barrio de La Vileta un sitio mágico, que lleva décadas alegrando la vida a muchas personas. Los hombres ansiamos la felicidad y la buscamos en cosas, a veces inalcanzables, como la riqueza, el amor, la belleza o la fama. No nos damos cuenta de que está a la vuelta de la esquina.

Nunca me ha gustado hacer publicidad encubierta en mis escritos. Esta vez haré una excepción. Debo advertir, no obstante, que en este establecimiento maravilloso se encarnan otros muchos similares repartidos por los pueblos y barrios de Mallorca.

Como diría mi admirado compañero Matías Vallés, «sáltese el preámbulo». Vamos al grano: se trata del «Forn d’es Pont». Es una pequeña panadería-pastelería de las de barrio de toda la vida.

Fue fundada en 1964 por Jerónimo Jaume en un local cercano al Pueblo Español. Luego se trasladó a La Vileta. Ahora cuenta con varias sucursales en la ciudad.

Se trata de una pastelería minúscula, pero todo lo que tiene de diminuta la hace más grande.

Lo primero que nos cautiva es el olor al franquear la puerta. Si el paraíso tuviera un aroma, seguro que sería ese. Huele a pan-pan recién horneado, lo que ya sería reclamo suficiente. Pero en el aire hay una mezcla agradable, y atrayente, de todas sus especialidades dulces. Es una atmósfera celestial.

Sobrecogidos por el recibimiento olfativo, nos centramos en el panorama. «Me lo comería todo», pensamos en un instante. Ensaimadas de todas las clases y tamaños; pasteles; tartas; cremadillos; cocas variadas… Los anaqueles del horno están llenos de ilusión.

Los clientes aguardan su turno. Las dependientas despachan con amabilidad y eficacia. No hay que esperar mucho.

Muchos vienen a recoger sus encargos. Hoy es un gran día. Hay que celebrar un cumpleaños, un ascenso laboral, un bautizo, una primera comunión, una onomástica, el día de la madre, que sé yo. Lo de menos es la excusa, el motivo. Lo que cuenta es que en esa jornada vamos a disfrutar de un producto de nuestra tierra.

Dan ganas de decir «que lo paséis muy bien» a la abuela que acaba de comprar una enorme tarta de cumpleaños para su nieta. ¿Cuántas familias habrán vivido ese mismo placentero ritual en los últimos 60 años?

El pan, los panes, también son de matrícula de honor. Su sabor, su textura, su olor no tienen nada que ver con lo que se puede comprar en algunos supermercados o gasolineras. Hace años que se implantó la moda de la barra congelada. Nos la impusieron. La consumimos sin entusiasmo. A las noches ya parece chicle.

En la página web del horno nos dan las claves de su éxito: «la mejor materia prima, reposo, fermentación y manos expertas». Es toda una filosofía de vida. No valen los atajos, no hay que andar con prisas, debemos cuidar los ingredientes, hay que confiar en la experiencia.

Lo que antes era algo común ahora se llama «panadería artesana». No me desagrada el apelativo. Hay que cuidar, frente a las cosas aceleradas y masificadas, los productos hechos con las manos y de proximidad.

Lamentablemente los hornos como este están desapareciendo. Si el panadero se jubila nadie quiere seguir con su tarea. Es una profesión muy esclava. Los costes de las materias primas y de la energía se han disparado. Los jóvenes no desean esos trabajos duros.

En «Es Pont» ya van por la tercera generación y cuentan con unos esforzados equipos de panadería y repostería. ¡Qué dure muchos años más!

Suscríbete para seguir leyendo