Una ibicenca fuera de Ibiza

El turista otro millón

Llegada de turistas al aeropuerto de Palma.

Llegada de turistas al aeropuerto de Palma. / EP

Pilar Ruiz Costa

Pilar Ruiz Costa

Llama la atención del visitante en la última edición de Fitur el stand de Palestina sin más consigna que ‘Estado de Palestina’. Y en el pabellón de al lado, rodeado de fuertes medidas de seguridad, Israel, ‘Land of creation’; ‘Tierra de creación’, un lema que, en el contexto de la actualidad, más que resultar incongruente... duele. Quién sabe si en alguna próxima feria no veamos publicitar ‘Gaza, ciudad de vacaciones’.

Una edición de Fitur que espera batir récord de visitantes, lo que encaja muy bien con las cifras —turísticamente hablando— que nos deja 2023: récord de vuelos, de pasajeros, de gasto. Además de los guardaespaldas en cada esquina del stand 4C05, delata que son todo maravillosas noticias, pero no tanto, el discurso del conseller de Turismo, Cultura y Deportes de Baleares, Jaume Bauzà, quien en la presentación de ‘Las nuevas estrategias turísticas de las islas’, intercalaba las loas al «azul del mediterráneo» con un llamamiento a acabar con «la turismofobia» y «contra la cosa del turismo».

Y aunque pudiera parecer que las palabras ‘Estado’, ‘creación’ o ‘turismofobia’ no tienen un mínimo común denominador, son la prueba fehaciente de que el lenguaje es un ente vivo. Que primero viene la necesidad de una palabra y después, la misma. Por eso, ‘turismo’ antes que una ubre sin fondo, es la «actividad o hecho de viajar por placer». Pero es aún más interesante en su etimología: Turismo viene del inglés tourism y este del francés tour, reciclado a su vez del latín torno y antes del griego Topvok; ‘torno de carpintero’. En definitiva cubría la necesidad de nombrar allá por el siglo XVIII aquellos viajes por Europa con los que algunos jóvenes de las clases pudientes inglesas concluían su formación. Quienes iban a ser los próximos dirigentes hacían un tour. El término touriste llegó un siglo después pero para referirse de manera despectiva a los nuevos ricos que emprendían giras similares a las de los hijos de los lores, solo por curiosidad. Por el puro placer de conocer otros sitios. Sin embargo, compartían unos y otros ese ‘torno’: uno da una vuelta para acaba dónde empezó, para volver y por eso ‘turismo’ nada tienen que ver con ‘migración’; «el desplazamiento geográfico de individuos o grupos, generalmente por causas económicas o sociales», y mucho menos con ‘éxodo’; «emigración de un pueblo o una muchedumbre de personas».

Y aunque la RAE todavía no la recoge, ‘turismofobia’ no es demonizar al viajero —nunca se dio el caso de que alguien le hiciera ascos a las suecas—, sino el rechazo a lo que la masificación turística significa para el residente. Muy ligado a otra palabra: ‘gentrificación’; «proceso de renovación de una zona urbana, generalmente popular, que implica el desplazamiento de su población original por parte de otra de un mayor poder adquisitivo».

Y aunque podría hablar de la degradación, contaminación o el agotamiento de recursos naturales que supone esta masificación, permítanme centrarme en lo que tiene de escupir a los residentes; del éxodo por la conversión de sus casas en hoteles. Porque es innegable la relación más que directa, inhumana, que los Airbnb —y todos los hacen pasta sin escrúpulos o la vista gorda— tienen en la dramática crisis de vivienda que padecemos. Por eso es importante que el turista sepa que la casa que ocupa de jueves a domingo era el hogar de una familia que ahora duerme en una furgoneta. Y es importante, ¡hasta urgente! acabar con la falacia de que el alquiler turístico sirve para ayudar a una ancianita a completar su pensión. De las 16.337 viviendas enteras publicadas en Airbnb en Madrid, 5.932 pertenecen a ‘anfitriones’ que anuncian un mínimo de 10 propiedades. De las 10.751 casas de Barcelona, 5.781. De las 16.394 de Mallorca, 9.661.

Son cifras de la plataforma Inside Airbnb que denuncia que «Airbnb afirma ser parte de la ‘economía colaborativa’ y sin embargo, los datos muestran que la mayoría de los anuncios de Airbnb en prácticamente todas las ciudades son casas enteras, lo que altera las viviendas y las comunidades.» advirtiendo de cómo «las plataformas de alquiler a corto plazo como Airbnb no cooperan con las ciudades y son necesarias regulaciones estrictas para proteger la vivienda».

Y mientras las cifras de casas fuera del mercado de los vecinos crece de manera exponencial, los gobiernos van a rebufo, legislando tarde y casi siempre, de manera insuficiente. Ciudades como Londres, Viena o Berlín han limitado el tiempo que se puede poner en alquiler las segundas viviendas a 90 días al año. Ámsterdam lo rebaja a 30. Vancouver suma a esos 30 días que sean consecutivos y que la propiedad alquilada figure como la residencia principal del propietario. Portugal prohíbe la expedición de nuevas licencias para pisos turísticos en las principales ciudades incluyendo beneficios fiscales para los propietarios que transfieran viviendas turísticas a alquiler y brindando a las comunidades de propietarios que un acuerdo de dos tercios revoque una licencia ya concedida. La nueva legislación en Nueva York de que los anfitriones pudieran alquilar un máximo de 30 días y solo si los propietarios están en la vivienda durante la estancia, logró que los anuncios de alquileres temporales en Airbnb cayeran en más de un 80% en tan solo un mes y que los alquileres a largo plazo pasaran de la excepción a ser el 94% de los alojamientos anunciados en la ciudad.

Por todas esas «cosas del Turismo», le doy la razón al señor Bauzà: hay que desterrar la ‘turismofobia’, ¡una palabra terrrible! Solo superada en el horror por ‘turisticidio’ o ‘sinhogarismo’.

«El turista 1.999.999 cuando llegó se lamentó por bajar tan deprisa del avión con su minipantalón. Se ha perdido la ocasión de tener las atenciones que por suerte le brindaron al turista 2.000.000. Pero es igual, se conformó y en Mallorca fue feliz como el que más, porque Palma le ofreció su mundo de sol, su mundo de sol, su mundo de amor.»

@otropostdata

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