Sin pena ni miedo

Ana Martín

Ana Martín

Al contrario que la gente normal, desde bien chica he tenido la muerte muy presente. A mi padre le divertía decir, por fastidiar a mi madre, que su familia –la de ella– era una jarca de morbosos a los que les gustaba más un duelo que comer.

La frase tenía su gracia y su verdad. Incluso para quienes formábamos parte del clan resultaba llamativa la absoluta naturalidad con la que mi abuela materna, sus hermanos y sus hijos transitaban por hospitales y tanatorios, abrían las puertas de su casa cuando había un funeral en la cercana cripta de San José y no faltaban a una misa ni a un responso.

Un día, por tener información de primera mano, le pregunté a Ana Hormiga de dónde le venía aquella querencia por acompañar difuntos. La respuesta fue rápida y bastante terrenal: «es que yo espero que cuando me llegue la hora esté el tanatorio lleno y la iglesia a reventar». Siempre pensé que eso era hacerse muchas ilusiones, pues los muertos a los que iba a presentar sus respetos ya no podrían ir a hacer lo propio cuando ella muriera. Y los parientes, vete tú a saber si se acordaban de que mi abuela había cumplido.

Total, que me parecía a mí que aquello era sembrar en tierra baldía. Pero me equivocaba. Cuando murió, sin que hubiéramos avisado a nadie, la noticia corrió como la pólvora entre los aficionados a los entierros (que deben ser una especie de sociedad secreta), y allí aparecieron en tromba, que los asientos se llenaron y hasta en las puertas quedó gente de pie.

Los que no llegaron a tiempo porque las articulaciones no les daban para más, fueron cantidad suficiente para llenar, de nuevo, la misa posterior en El Toscal, que se hizo, vaya si se hizo, no por nuestra voluntad, sino para conjurar que mi abuela no volviera del más allá a reclamarla.

En fin: que a mí, la muerte, desde que levanto un palmo del suelo, me parece un trámite, un evento, incluso, en el que, con un poco de suerte, si existe ese otro plano de consciencia, se puede una reír de lo ridículo de la existencia, vanitas vanitatum et omnia vanitas. Con ese talante afronto yo que venga La Pelona. Cero drama.

Sin embargo, siempre he temido a la vejez, para mí mucho más inasumible y escabrosa. Ahí sí, lo reconozco, hago sufrir a quienes me acompañan, porque nadie me preparó para hacerme mayor e ir perdiendo, por el camino, facultades. Y, una vez comprobado que por mucho repetir lo bien que nos sentimos el espejo no mejora la imagen que nos devuelve, solo queda lamentarse.

Me asusta envejecer, no solo por el deterioro que conlleva y que se empieza a apuntar en la edad madura, que supongo que es la mía, sino por la desprotección que en este mundo nuestro sufren los ancianos, expuestos a toda clase de abusos por más avispados que hayan sido toda su vida.

Hace poco, en un centro de salud, reconocí, a duras penas, bajo la mascarilla, a un antiguo profesor, uno de esos sabios a los que escuchar durante horas, que ha alumbrado el camino de varias generaciones de universitarios desorientados. El menoscabo que trae consigo la edad lo hacía tan vulnerable, que, al principio, únicamente vi en él a un anciano desasistido al que ayudé a sentarse y levantarse, dado que nadie parecía registrar su presencia.

Solo cuando la doctora dijo su nombre reparé en que aquel hombre vencido por los años era el maestro admirado. Y me dolí por su vejez y por la mía, que llegará, claro, si no llega antes la muerte.

A esa maldita huesuda, sin embargo, la espero sin pena ni miedo.

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