La obsesión de Joe Biden con Putin y Hamás le hace perder amigos y aliados

A Estados Unidos y sus aliados europeos lo único que se les ocurre ahora es buscar la forma de seguir financiando y armando a Ucrania cuando escasean los fondos, el armamento, las municiones y sobre todo el entusiasmo popular por esa causa

Joaquín Rábago

Joaquín Rábago

La clara obsesión del presidente Joe Biden con su homólogo ruso, que se parece cada vez más a la del israelí Benjamin Netanyahu con Hamás y al mismo tiempo recuerda a la del capitán Ahab con la ballena blanca en el magistral relato de Herman Melville, le está haciendo perder a Washington amigos y aliados.

No en vano en un reciente discurso a la nación en la que se refirió a EEUU como un «faro» democrático en un mundo amenazado por las tiranías, el actual ocupante de la Casa Blanca equiparó sin pestañear a Vladímir Putin al «terrorismo» de la organización palestina Hamás.

Más de un destacado politólogo estadounidense ha criticado la tradicional «rusofobia» del país, que se remonta incluso a los ya lejanos tiempos de la revolución bolchevique, pero el caso de Biden, que guía su política hacia el Kremlin, parece extremo y le impide considerar incluso la posibilidad de sentarse a negociar con el Kremlin.

Esa obsesión se ha agravado últimamente por culpa del descalabro de la OTAN, liderada por EEUU, en su intento de infligir un golpe contundente a Rusia en la guerra de Ucrania, que a nadie se le oculta ya que es una guerra «por procuración» contra un país considerado ya no rival, sino directamente enemigo.

Víctimas de su propia propaganda, Estados Unidos y sus aliados europeos no parecían estar preparados para tal desenlace, y lo único que se les ocurre ahora es buscar la forma de seguir financiando y armando a Ucrania cuando escasean los fondos, el armamento, las municiones y sobre todo el entusiasmo popular por esa causa.

Y lo último que se les ha pasado por la cabeza es utilizar para ello los activos rusos congelados desde hace tiempo por Occidente en diversos países, dinero que se trataría ahora de expropiar con el fin de dedicarlo al rearme del país invadido por Rusia.

Se calcula en 260.000 millones de dólares del Banco Central de Rusia están actualmente inmovilizados en los países del G7, la Unión Europea y Australia, y quienes han lanzado esa propuesta parecen ignorar el hecho de que una cosa es congelar ese dinero y otra muy distinta, expropiarlo.

El país europeo con más activos rusos inmovilizados es Bélgica, con 191.000 millones, seguida muy de lejos de Francia, con 19.000 millones, Suiza, con 7.800 millones, y EEUU, con 4.600 millones.

Y aunque Washington no ha apoyado públicamente la confiscación, es decir la expropiación de ese dinero, sí lo han hecho en privado funcionarios de aquel Gobierno, según los cuales la legislación internacional permite tal medida, que podría servir, explican, para convencer a Rusia de que debe «poner fin a su agresión» contra Ucrania.

Pero incluso el diario británico Financial Times, nada sospechoso de rusofilia, advertía recientemente en un editorial que una acción como la sugerida significa apartarse claramente de lo que es lo que es «práctica normal y entraña riesgos tanto legales como económicos».

No es de extrañar que tanto Rusia como China, la India, Suráfrica y muchos países del llamado Sur global se muestren cada vez más reacios a invertir o hacer su comercio en dólares, temerosos de que los activos que pudieran tener en esa moneda en el extranjero pudieran ser también un día objeto de confiscación por EEUU u otros gobiernos de Occidente.

A todo lo cual habría que añadir a decisión del G7 de poner un tope a los precios del petróleo ruso, que sólo ha servido para indignar no sólo a Putin, sino también a los países de la OPEP, incluidos Arabia Saudí y otros del golfo Pérsico, tradicionales aliados de Washington, pero cada vez más recelosos de la superpotencia no sólo por sus intentos de inmiscuirse en los precios del crudo, sino también por su apoyo incondicional a Israel en su operación genocida contra el pueblo palestino.

Entre ellos están los profesores John Mearsheimer, de la Universidad de Chicago, y el mientras tanto fallecido Stephen F. Cohen, de la de Princeton.

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