Un recuerdo

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

El otro día tuve que cambiar de móvil -el antiguo sufrió una especie de parada cardíaca y pasó silenciosamente a mejor vida-, y cuando compré uno nuevo tuve que revisar la lista de contactos del teléfono. Como todo el mundo sabe, cuando actualizamos los datos siempre hay números que se pierden o que no quedan registrados. Una vez me explicaron que todo depende de los contactos que hayan quedado guardados en la memoria SIM, y bueno, me puse a comprobar cómo había quedado la lista porque no tengo ni idea de esas cosas. El caso es que hay contactos que ahora aparecen en la lista con una foto adjunta. Y de repente, revisando la nueva lista, me sorprendió la mirada de alguien que conocí hace tiempo. Su foto y su nombre aparecían entre unos nombres que no me decían nada -Dios sabe los números que llevamos alojados en el móvil-, pero el suyo sí me resultaba familiar. Y allí estaba, mirándome fijamente desde la pantalla del móvil. Era una mirada difícil de olvidar, igual que su voz, una voz que sabía recitar poesía como muy poca gente que yo haya oído en la vida.

Esa persona -Pepe se llamaba, y así figuraba en el móvil- había sido actor y cuando yo era niño era uno de los personajes más famosos de la televisión. Durante muchos años fue el conde de Montecristo en las sobremesas de la televisión, en un espacio dramático que se llamaba ‘Novela’ y que se emitió a lo largo de dos décadas, entre 1962 y 1979 (la amable Wikipedia, siempre tan solícita, acaba de comunicarme las fechas). En ese espacio se adaptaban novelas famosas a un formato televisivo, y a él le tocó ser el conde de Montecristo -o Edmundo Dantés- a lo largo de varios años porque aquellas series se eternizaban y en aquella época sólo había una cadena de televisión (la segunda, o UHF, apenas se veía). Cuando salía a la calle, todo el mundo le reconocía y le saludaba y le pedía un autógrafo (no había selfies en aquellos lejanos tiempos). Y él, que era muy buen tipo, aceptaba encantado. Pero esa fama fue su maldición. Todo el mundo sabía que era el conde de Montecristo, así que nadie quiso contratarlo para rodar otros papeles. Cuando iba a un casting, lo primero que le decían era que nadie se lo iba a creer en otro papel porque él ya era para siempre el conde de Montecristo y nada más que el conde de Montecristo, así que lo despedían con buenas palabras y le prometían que volverían a llamarlo, aunque todo el mundo sabía -Pepe el primero- que eso no era verdad. El conde de Montecristo televisivo no pudo escapar jamás de la cárcel de If. Fuera a donde fuera, se disfrazase como se disfrazase, llevaba el personaje consigo. Y no hubo manera de quitárselo de encima.

Él lo contaba con ironía y sin ningún atisbo de rencor, pero estaba claro que no había sido una experiencia fácil. Era un buen actor que al poco de comenzar su carrera se vio condenado a vivir una vida de secundario después de haber sido uno de los actores más famosos de su época. Tuvo que sobrevivir con obras de teatro en modestos circuitos de provincias, haciendo publicidad y trabajando en doblajes. Y tuvo que tragarse el ego -que entre los actores suele ser una criatura bastante caprichosa y difícil de domar- y aceptar ese destino de actor para siempre devorado por el personaje. Veinte o treinta años después, todavía le paraban por la calle y le llamaban conde de Montecristo. Casi nadie sabía su nombre real. Casi nadie sabía nada de su vida. En realidad, a nadie le importaba su vida.

Recuerdo que hablaba un catalán maravilloso -había nacido en Barcelona, aunque pasó casi toda su vida en Madrid- y que era un lector compulsivo. Era elegante, refinado, atento, y hablaba en un tono tan seductor que no podía dejar indiferente a nadie. El ficticio conde de Montecristo había sido así -o al menos todos lo imaginábamos así, pero en el caso del actor real no había nada de postizo ni de fingido. Él era así, y por mucho que quisiera disimular aquella forma de ser -que tanto le había perjudicado en su carrera-, eso hubiera sido tan imposible como cambiar su bella voz de barítono o esa mirada penetrante con que ahora mismo me está mirando desde el listado de contactos telefónicos. El hombre real era así. Y no había manera de cambiarlo.

Me enteré de su muerte, como ocurre a menudo, por una de esas noticias que nos asaltan por sorpresa en el móvil. Ya era mayor -tenía ochenta y muchos años-, pero las fotos que acompañaban la noticia demostraban que conservaba la apostura de los viejos tiempos. A pesar de que fue un gran actor, al morir sólo logró evocar los lejanos recuerdos de su papel como conde de Montecristo. «Ha muerto el conde de Montecristo», decían las escasas necrológicas que se le dedicaron, y quizá fuera verdad. Pero el otro conde de Montecristo -el seductor, el apuesto, el que hablaba un catalán maravilloso- está ahora aquí mirándome desde el listado del teléfono. ¿Es verdad que ha muerto? ¿Podemos creerlo?

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