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Cuento de Navidad

El mío arranca a finales de diciembre de 1996. Mi madre llevaba ya un tiempo enferma de cáncer y decidió juntar a sus amigos. Hubo muchas conversaciones, risas, abrazos, canciones…

JOAN MANEL SERRAT, ANA BELEN, MIGUEL RIOS Y VICTOR MANUEL DE GIRA POR ESPAÑA

JOAN MANEL SERRAT, ANA BELEN, MIGUEL RIOS Y VICTOR MANUEL DE GIRA POR ESPAÑA / Pere Batlle

Inés Martín Rodrigo

Inés Martín Rodrigo

No conservo ningún buen recuerdo de la Navidad. Pese a la rotundidad con la que lo afirmo, con la que lo escribo, es, en realidad, algo de lo que no fui consciente hasta hace bien poco, unos días. Estábamos en la cocina, preparando, supongo, la cena, porque es el momento del día en el que nos reencontramos, y L. me contó, no sé por qué ni cómo surgió la conversación, que a su padre, fallecido hace casi dos años, le encantaban estas fechas, que tenía sus ritos, sus costumbres e incluso participaba, de manera muy excepcional, en las tareas domésticas y culinarias relacionadas con las pascuas.

Esa alegría de vivir la Navidad se la contagiaba Manolo a su mujer y a sus tres hijos, hasta el punto de que cuando, debido a su edad, a los achaques, a la vejez, dejó de tener ese espíritu, L. dejó, también, de disfrutar de la Nochebuena, la Nochevieja, el Año Nuevo y hasta de los Reyes, aunque todavía vive la noche del 5 de enero con una cierta ilusión infantil que yo envidio y estimulo todo lo que puedo.

Desconocía, porque L. no me la había contado, esa anécdota familiar suya que hizo que mi mente, pocas veces quieta, se pusiera a andar hacia atrás, retrocediera años y años con la esperanza de llegar a alguno en el que encontrara aunque fuera solo una feliz evocación navideña. Pero no funcionó, mi memoria no dio con ninguna. Será que no alcanza, pensé. Será que, como sostienen los expertos, nuestros recuerdos empiezan a formarse a partir de los cinco años y en función de múltiples variables.

Se lo dije a L., le dije la frase con la que he comenzado este artículo: «No conservo ningún buen recuerdo de la Navidad». Ella, que peca tanto de prudencia como de cautela y por eso, para evitarme sufrir, a veces se queda en la superficie, no insistió, no quiso saber más de la zozobra que siempre me embarga en estas fiestas. Pero yo empecé a contarme mi propio Cuento de Navidad, que arranca a finales de diciembre de 1996.

De los años previos, únicamente atesoro imágenes que se han ido volviendo cada vez más borrosas, como si una niebla espesa se hubiera extendido de manera selectiva por mi hipocampo. Sí recuerdo una escena, tan concreta que parece sacada de una película, de las Navidades de ese año 96. Mi madre llevaba ya un tiempo enferma de cáncer y decidió juntar a sus amigos en una comida que ella misma preparó -chipirones en su tinta con arroz-, pese a su delicado estado de salud, y que sirvió en el salón de las ocasiones especiales.

Hubo, aquel día, muchas conversaciones, risas, abrazos, canciones… Era imposible que yo entonces pudiera comprender que mi madre se estaba despidiendo de ellos, que quería ofrecerles una fiesta final a sus amigos, un postrero homenaje en el que poder sentirse viva tal vez por última vez. A mi madre le chiflaba la música, tenía buena voz, le gustaba cantar, en su juventud tocó la guitarra española, y alguien, no sé quién, la regaló ese día un CD, El gusto es nuestro, que recogía la gira conjunta que ese año habían hecho Joan Manuel Serrat, Ana Belén, Víctor Manuel y Miguel Ríos.

A la mañana siguiente, me despertó un tema de ese disco, Hoy puede ser un gran día. Siguiendo la melodía, salí de mi habitación, bajé las escaleras y me encontré a mi madre sentada en el salón, donde estaba la minicadena, escuchando la letra de aquella canción que se sabía de memoria. No sé lo que hice. Ojalá la abrazara. Quizás fue así, quizás me acerqué a ella y la estrujé. Tampoco sé si ese recuerdo es una pura invención, una ficción que mi cerebro ha ido construyendo para ayudarme a sobrevivir a su ausencia.

Los Reyes de aquel 1996 me trajeron un puzle en tres dimensiones del Empire State Building que fui incapaz de montar hasta varios años después, como si temiera que, una vez abierto, el recuerdo dichoso desaparecería. Según mi memoria, esa canción de Serrat volvió a sonar innumerables veces, muchos días, a lo largo de los meses siguientes, hasta que mi madre murió, el 21 de junio de 1997. Hoy volveré a escucharla en su honor.

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