La verdad desagradable

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

Los resultados del último informe PISA sobre nuestro rendimiento educativo son catastróficos -por decirlo suavemente-, pero lo único seguro es que nadie hará caso de esos resultados escandalosos ni se planteará por qué se han producido ni qué causas los ha hecho posibles. Al contrario, la reacción unánime, sobre todo desde los organismos responsables (ministerios, consejerías, sindicatos de profesores, sindicatos de alumnos, etc.), consistirá en reincidir en las mismas políticas equivocadas que están detrás de estos resultados. Cualquier cosa antes que reconocer la realidad de los hechos y actuar en consecuencia. Cualquier cosa antes que mirar cara a cara a la verdad desagradable. Y todo seguirá igual por los siglos de los siglos, hasta que un día los alienígenas invadan la Tierra y un criogenizado y juvenil Pedro Sánchez (a los 1.379 años de edad) decida abandonar el poder en un magnánimo gesto de amor hacia la humanidad.

Vivimos en unos tiempos parasitados por la ideología, que ha sustituido por completo a la religión y ha introducido la superstición ideológica como único instrumento aceptable de juzgar la realidad. Miles de profesores en Cataluña y Baleares -donde los resultados no dejan lugar a dudas- leerán los resultados del Informe PISA que determinan que la inmersión lingüística no funciona, pero en vez de reconocerlo y actuar en consecuencia -es decir, en vez de asumir la verdad inapelable de los hechos-, se estrecharán de hombros y acusarán de los pobres resultados a la falta de financiación o a la mala gestión educativa o a la acción tóxica de la extrema derecha. Y si algún pedagogo o experto o sindicalista propone alguna medida para evitar el desastre, lo único que hará será pedir más dinero para la enseñanza. Y claro que está bien pedir más dinero, pero cualquier clase de inversión económica que no cambie de arriba abajo el sistema educativo será inútil y no cambiará la situación. Invertir más dinero en el sistema educativo actual es como reformar el baño y la cocina y los dormitorios de una casa que tiene los cimientos podridos. Lo importante son los cimientos del sistema -la selección del profesorado, los temarios, los ciclos educativos, los objetivos docentes, las cosas que se quieren enseñar y los métodos para asegurarse el aprendizaje de estas cosas-, pero nadie quiere tocar los cimientos porque eso supondría cambiar los principios educativos sobre los que sustenta el sistema, y nadie está dispuesto a cambiar esos prejuicios ideológicos. O sea que lo único que se hará (me apuesto lo que quieran) será parchear el sistema con medidas cosméticas que no servirán de nada, pero que prolongarán la vida del sistema aunque esté en estado comatoso. Los expertos -los ministros, los sindicatos, los pedagogos- nos dirán que el sistema goza de excelente salud, aunque nosotros sabremos perfectamente que está muerto. Pero como nosotros formamos parte del sistema y tampoco queremos reconocer la verdad, mandaremos de tapadillo a nuestros hijos a un colegio privado o concertado y nos inventaremos una excusa cualquiera para salvaguardar nuestra mala conciencia.

Para detectar la buena salud de un sistema educativo, lo primero que hay que hacer es averiguar a qué clase de colegio envían a sus hijos los ministros (y las ministras) y todas las personas que tienen poder en una sociedad. Estos datos nunca se hacen públicos, pero las pocas veces que salen a la luz, está claro que el 99,8% de los hijos de los ministros y gobernantes autonómicos van a colegios privados. Hace unos años vino un asesor argentino de Podemos a vivir en España, y lo primero que hizo fue asegurarse de que hubiera un buen colegio concertado cerca de donde vivía. Pero lo bueno del caso es que el buen asesor iba a dedicarse a defender públicamente justo lo contrario de lo que hacía en su vida privada: en los discursos que iba a preparar para Podemos, la defensa de la escuela pública era una medida inamovible. Ahora bien, a la hora de la verdad, nuestro buen ideólogo «progresista» optaba por la escuela concertada para sus hijos. Maravilloso.

¿Y por qué? Por la sencilla razón de que todo lo que interesa a los pedagogos y a los expertos educativos y a los sindicalistas (la diversidad, el aprendizaje de las competencias, la emotividad, la obsesión por aprender a aprender) no sirven para enseñar bien a un niño a redactar un texto muy sencillo de diez palabras. Nuestros alumnos tienen problemas gravísimos para entender un texto o para hacer un cálculo matemático muy sencillo, pero nuestros expertos se empeñan en mantener los mismos principios educativos que han provocado este fracaso descomunal. Nuestros expertos desprecian -nadie sabe por qué- los conocimientos contantes y sonantes y prefieren las competencias, que nadie sabe muy bien qué demonios son, pero está claro que las competencias no sirven porque los resultados son inapelables. ¿Cambiarán las cosas? ¿Alguien hará algo para evitarlo? No, por supuesto que no. Ni lo duden.

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