La herencia de Podemos es Vox

España no contaba hace diez años con partidos relevantes de extrema izquierda y extrema derecha, hoy tampoco los hay de extrema izquierda, lo cual obliga a barajar una transferencia

Matías Vallés

Matías Vallés

Amodo de cautela previa, nada hay más peligroso para el futuro de España, incluso para su unidad, que un Gobierno en solitario de PP y PSOE. La última década, en que ambos partidos han ejercido el poder remolcando a otras fuerzas a regañadientes, no han sido especialmente desastrosas, pese al vaivén de elecciones para decidir el inquilino de La Moncloa.

La irrupción de Podemos y Ciudadanos, por orden de importancia, sacudió las conciencias estancadas y arrancó al país de su alcanforado provincianismo constitucional. En abril de 2019, los partidos citados sumaron noventa diputados por 66 del PP, sin olvidar los 24 de Vox que colocaban a la disidencia parlamentaria a la altura del partido más votado, a la sazón el PSOE. La situación no se ha remansado desde entonces, el frenesí se ha instalado como una seña de identidad.

Hace diez años no había Podemos, ni había Vox. Ahora tampoco hay Podemos, lo cual obliga a barajar la hipótesis de que la estrella fugaz de la izquierda haya dejado en herencia a la ultraderecha moderada, que está parodiando los métodos de revuelta de sus antecesores. Se ha registrado una transferencia de la indignación, sentimiento que no puede patrimonializar ninguna corriente ideológica, hasta el punto de que se inventó una variante centrista de la rabia indefinida.

La sorpresa no consiste en que haya votantes de la extrema derecha que antes sufragaran a Podemos, sino en que han experimentado ese tránsito en meses. El travestismo ha facilitado la normalización de Vox, una asimilación que no es exclusiva del PP cuando hace de necesidad, virtud. Los presuntos izquierdistas que disimulan bramando contra la amnistía, también favorecen en realidad la instalación de la única alternativa posible, Feijóo con la hipoteca de Abascal.

El descaro de González y Guerra, como símbolos de la abigarrada izquierda nostálgica, no se basa en su ejemplar sumisión a los partidos, medios y personajes que odiaban y ordenaban odiar a los demás. Tampoco en que estos constitucionalistas preclaros olviden la sentencia del Tribunal consiguiente en 1983, cuando requirió el voto de calidad de su presidente para validar una expropiación socialista de Rumasa más dudosa que la ley de amnistía. Tampoco en que el singular inventor del guerrismo omita que la primera vez que invocó el «cesarismo» no fue precisamente para descalificar al actual presidente del Gobierno, sino para enjuiciar a su querido González. Los izquierdistas que anhelan lícitamente la destrucción de Sánchez a manos de Feijóo provocan sonrojo porque carecen de la sinceridad de confesar que prefieren a Abascal de vicepresidente que a Puigdemont a socio. Y para no ceñirlo a una pugna nacionalista de jacobinos acreditados, también les cuadraría mejor un vicepresidente de Vox, antes que Pablo Iglesias.

Todo lo cual no libra de culpa al ilusionista que concibió el extinto Podemos, y a quien corresponde una cuota importante del auge de Vox. Queda claro que Iglesias fue el mayor apostante y beneficiario de su lanzamiento a la arena política. Sin embargo, arrastró a miles de personas que también se jugaban la paz con el entorno, o incluso el empleo. Abandonar la vicepresidencia primera del Gobierno por aburrimiento, saltar de la obstinación al abandonismo, es un insulto a estos votantes que huyeron despavoridos ante la irresponsabilidad de su líder. Los más dóciles desembocaron en el maternalismo de Yolanda Díaz, los irreductibles cambiaron el signo de su radicalismo.

Es fácil aceptar con Juan Manuel de Prada que Iglesias es el político más importante de España desde el propio González, un pugilato que explica los celos del expresidente. El fundador de Podemos supera notablemente a Isabel Díaz Ayuso, lo cual no impidió que el aspirante perdiera su confrontación autonómica de 2021 por ocho votos a uno. Este ridículo en las urnas vaticinaba la descomposición actual, la pérdida de protagonismo a manos de Vox, como símbolo tal vez perecedero de una ultraderecha inspirada en las movilizaciones de Podemos, véase la opinión de Íñigo Errejón sobre el particular.

Para los estamentos judiciales sobreexcitados, el regreso de los aromas franquistas no ofrece mayores inconvenientes. En cambio, los votantes escépticos tienen derecho a plantearse si la eclosión, esplendor y caída de Podemos ha salido rentable, un veredicto que deberá aguardar a que sedimente el estropicio ahora causado. Todo lo anterior ocurre en un país que según Pisa no sabe leer ni sumar, pero que criará a excelentes camareros de los singapurenses letrados y numéricos. O mayordomos quizás, es tan español ponerse siempre en lo peor.

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