parece una tontería

Fris fris

Juan Tallón

Juan Tallón

Cuando las cosas empiezan a ponerse feas, y llegan el frío y los catarros, mi sobrino se entrega al Ventolín. Es un destino. El objeto se vuelve casi un juguete en sus manos. Quizás sean amigos. En la infancia se tejen extrañas alianzas con algunos efectos, a los que se otorga vida imaginaria, pero vida. En los años que yo también lo usaba, hasta que el asma me abandonó, me acostumbré a hacer inventario cada vez que salía de casa, para asegurarme de que no lo olvidaba. Meter la mano en los bolsillos, y encontrarlo allí, abultando, me proporcionaba una automática calma. Poseía, además, el diseño de los objetos perfectos, que no se pueden mejorar, como la cuchara, o el lápiz, porque nacieron redondos, sublimes, bellos. Solo me desagradaba su color, esa confusión tristísima entre azul y verde.

Miguel tiene solo nueve años y me disgusta que tenga que recurrir al inhalador, obviamente. Pero al espiarlo algunos días, aplicándoselo, también me resulta imposible no sonreír un poco hacia adentro, porque es como constatar, orgullosamente, que los dos pertenecemos a una sociedad secreta: los del Ventolín. Cada vez que distingo a alguien sacándolo del bolsillo, y aplicarse un par de inhalaciones, empatizo al instante. Podría pedirme un favor, sin conocerme de nada, y yo lo escucharía. Estamos unidos, al fin y al cabo, por una forma de respirar, de ahogarse, y por el gesto de la aplicación, que abre los conductos del aire, y tal vez también por la onomatopeya: el fris fris.

Hace años le escuché a Juan Cruz contar algunos detalles del día que acudió a entrevistar al artista Francis Bacon. Viene al caso. Era 1991, y el periodista canario consultó con Mari Cruz Bilbao, entonces directora de la galería Marlborough, de Madrid, si podría conseguirle una entrevista para El País con el pintor irlandés, al que la galería representaba desde hacía mucho. Bacon, ya mayor y enfermo, ofreció cierta resistencia, pero acabó aceptando, así que Cruz viajó a Londres. «Yo llegué a las cuatro menos cinco a la cita, y me miró de lado, y me dijo: ‘No vamos a hacer la entrevista’». No quería creerse lo que estaba oyendo. ¿Había viajado a Inglaterra para nada? Pero en ese momento, «Bacon sacó del maletín que llevaba al hombro un Ventolín y se lo aplicó, y al momento yo saqué el mío, porque los dos éramos asmáticos, y también me lo apliqué, y entonces él me miró y me dijo: ‘Vamos a hacer la entrevista’».

Las personas forjamos asombrosas maneras de relacionarnos. Tender vínculos es a veces una maniobra secreta. En los años dos mil me hice amigo del periodista José Precedo de la manera más inesperada. Nos cruzábamos a menudo y no nos veíamos. Pero una mañana, cada uno por su camino, acudimos a la misma rueda de prensa de Fraga. Yo acudí en mi coche y Precedo en el suyo. Aparcamos el uno al lado del otro, por casualidad, y salimos del vehículo al mismo tiempo. Nos miramos, y después miramos nuestros respectivos Megane Coupé. El suyo era amarillo y el mío gris. Sonreímos y nos caímos bien. Fue una amistad inevitable, ungida por un modo idéntico de desplazarse por carretera.

Suscríbete para seguir leyendo