¿Qué ocurre con los trenes?

José Carlos Llop

José Carlos Llop

Los trenes han adquirido un protagonismo inesperado en la política española y no sé si como aviso del país donde podemos llegar a vivir, como metáfora de una descomposición cierta, o directamente como símbolo del acabóse. No lo sé, pero siempre hay que estar atento a los signos y ahora son tantos que no sabe uno por dónde empezar. El peligro está en que el exceso de signos nos anestesie y seamos incapaces de ver nada en lo que nos rodea.

El último episodio fue el caos de anteayer en la estación de Chamartín, pero ese caos ferroviario –averías y más averías– viene repitiéndose desde no se sabe cuándo y la sospecha es que el lamentable estado ferroviario de Extremadura –que no es culpa, precisamente, de los extremeños– se ha extendido por todo el país. Desde el accidente de la fatídica curva gallega, pasando por el atroz incendio –con pasajeros quemados– que rodeó otro tren y la multitud de averías esparcidas aquí y allá, en cercanías y en líneas regulares –los pasajeros parados horas y horas tirados junto a las vías a la espera de un rescate–, esto no sólo no va bien, sino que va fatal. Repito la pregunta: ¿qué está ocurriendo con los trenes? Y hay más: ¿es seguro coger un tren? Porque ya sólo falta que haya asaltos a caballo, como en el Far West, o voladuras del trazado como en Lawrence de Arabia y en las películas sobre la Francia ocupada. Si seguimos a este paso, todo se andará. Menos mal que en Mallorca tenemos el tren de Sóller, que además de trasladarnos a otro tiempo donde nada de esto pasaba, es un símbolo de estabilidad y buen hacer desde sus comienzos.

Si de algo tenemos una nostalgia razonable los insulares –porque es una nostalgia de lo que nunca hemos tenido, no de lo que perdimos– es del tren. Dirigirse andando a una estación y aparecer tranquilamente en otro lugar de Europa, después de haber pasado unas horas bajo ese ritmo que favorece la meditación, mientras contemplamos paisajes como un buzo en su escafandra… No tener que cruzar el mar por obligación cada vez que nos movemos… En fin. Quizá por eso nos detenemos ante la literatura o el cine ferroviarios y los contemplamos como un arcano envidiable. En los viajes pocas cosas son mejores que subirse a un tren, ligeros de equipaje y mejor con un buen libro en la mano que con el smartphone, que deberían prohibirlo en los vagones.

Pero si pienso en el imaginario artístico de los trenes, me vienen a la mente las escenas oníricas de Paul Delvaux, La Prosa del Transiberiano, de Blaise Cendrars –magníficamente acompañada por el arte de Sonia Dealunay–, y el poema El tren, de Campoamor, donde Gil de Biedma advirtió en él un uso pre-eliotiano del tiempo. No olvido la muerte de Anna Karenina, ni la espera de Bogart en la estación de París –Casablanca–, ni la deliciosa escena erótica que hay en otra estación –esta vez checa, pero también durante la Ocupación alemana– de Trenes rigurosamente vigilados, la novela de Bohumil Hrabal. Y tampoco olvido –nobleza obliga– el Orient Express de Agatha Christie o los viajes del simpático Michael Portillo con su guía Bradshaw de 1913 bajo el brazo.

Todo esto nos exonera, quiero creer, de la negra incertidumbre que se cierne sobre los trenes españoles al salir de la estación. Exportamos el AVE, pero en casa se nos atascan los Alvia, los Avant, los Talgos y tutti quanti y los pasajeros se quedan en los descampados como ocurría en Europa tras la II Guerra Mundial. Mientras tanto, el independentismo catalán exige las líneas de Cercanías –allí Rodalies– y sus trabajadores no parecen muy satisfechos con el asunto. A la realidad que le den, la voluntad política viaja por otra vía. Y no paramos: esta semana se ha inaugurado un nuevo tramo del AVE a Asturias y de algo tan sencillo como eso hemos hecho un asunto de discusión. Sólo ha faltado un concilio, entre la puñetería y la cólera. El ministerio no ha invitado a la presidenta madrileña porque ‘el tramo a inaugurar no comienza en Madrid’. Lo que deben haber pensado para llegar a esta excusa. No es difícil imaginar las risitas en algún despacho de ese ministerio ante la ocurrencia para faltar y el cabreo en otro del gobierno madrileño, mezcla de orgullo ofendido y poco respeto al protocolo. Y así nos tienen: hasta con los trenes. Pero no los arreglan y esto cada vez va a peor.

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