TRIBUNA

Dios tuvo un mal día

Fernando Toll-Messía

Fernando Toll-Messía

El otro día vi Exodus: Gods and Kings (2014), y me conmovió profundamente el régimen de esclavitud que padeció durante cuatrocientos años el pueblo judío en Egipto. Me resultó imposible no establecer un paralelismo, 3.323 años después, contextualizando al siglo XXI, con la situación del pueblo palestino.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) informó en 2019, que los niveles de desempleo alcanzaron el 54% en la asediada Franja de Gaza y el 15% en la Cisjordania ocupada. Que las personas que trabajaban están empleadas en condiciones precarias, con largas jornadas de trabajo (en Israel), con bajos salarios inferiores al salario mínimo.

El acceso de los palestinos al trabajo en Israel y en los asentamientos ilegales (en Cisjordania) está estrictamente controlado a través de un sistema de permisos represivo, controles de seguridad y puestos de control de seguridad largos, agresivos y humillantes, por parte del ejército israelí. El largo viaje que tienen que realizar los palestinos a menudo prolonga su jornada laboral hasta 16 horas y ha propiciado numerosos accidentes de tráfico mortales.

En la mayoría de los casos las deducciones de las prestaciones salariales de los palestinos no se trasladan al trabajador, hasta el punto de que la Corte Internacional de Justicia ha solicitado que una empresa internacional realice una auditoría para determinar el valor de la cantidad que se les adeuda.

Sólo los palestinos con permisos de trabajo válidos pueden ser empleados por las empresas israelíes. En 2019, de los aproximadamente 133.000 trabajadores palestinos en Israel y los asentamientos ilegales (en Cisjordania), aproximadamente 94.000 tenían un permiso de trabajo supeditado a la posesión de una tarjeta de identificación biométrica y a la superación de un control de seguridad por parte las fuerzas armadas de Israel. Los permisos se emiten sólo a los trabajadores que no representan competencia para los trabajadores israelíes.

Se ha desarrollado un lucrativo mercado negro de permisos de trabajo en el que los intermediarios obtienen dinero de los trabajadores palestinos a cambio de acceso al trabajo. En 2018, esos permisos generaron a los intermediarios 119 millones de dólares en beneficios. Además, la discriminación salarial entre israelitas y palestinos en la construcción es aberrante: El salario medio del trabajador israelí es de 3.198 dólares, mientras que el de los palestinos oscila entre 860 y 1.787 dólares.

De otra parte, la ocupación ilegal, por Israel, de las tierras palestinas de Cisjordania, de acuerdo con el informe de 2014 del Banco Mundial, suponen una restricción al movimiento y al comercio y son equivales a una pérdida del 35% del PIB palestino. También estima la entidad que, si la ocupación terminara, el empleo aumentaría en un 35%.

Gran parte de los productos exportados por Israel se cultivan en la Cisjordania ocupada. El Valle del Jordán constituye el 87% de la tierra fértil de los territorios palestinos ocupados. Los colonos judíos controlan el 86% de esa tierra. Además, los agricultores judíos tienen un suministro abundante de agua, insultantemente superior al que tienen palestinos de la misma región. Amnistía Internacional ha acusado a Israel de privar a los palestinos del acceso al agua «como medio de expulsión». Uno más.

Más de 80.000 palestinos que viven en el Valle han perdido el 50% de sus tierras cultivadas y constituyen la comunidad más empobrecida de los Territorios Palestinos Ocupados. El colapso de la economía agrícola del Valle ha provocado un desempleo masivo que ha provocado una reubicación forzada a zonas colindantes. Muchos de los que se quedan no tienen más opciones que trabajar como mano de obra barata para los colonos israelíes, a menudo en tierras confiscadas que antes pertenecían a su familia. Informa The Guardian.

La Convención para la Prevención y la Sanción del Genocidio de 1948 describe en su artículo 2 el genocidio como «un delito perpetrado con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso».

La destrucción o inutilización de los 16 hospitales de Gaza por los bombardeos israelíes, las 214 escuelas dañadas, las 210 mezquitas y tres iglesias, y el hecho de que una tercera parte de Gaza haya sido arrasada, junto con el nimio detalle (a ojos del gobierno de Netanyahu) de que hayan muerto seis mil niños y ocho mil adultos, sugiere acreditar la «intención» a que se refiere el citado artículo dos.

El ministro israelí Amichai Eliyahu admitió que arrojar una bomba atómica sobre la Franja de Gaza era «una de las posibilidades» que se barajaba en el Gobierno. Aunque sus palabras fueron desmentidas a toda prisa por el primer ministro, Benjamin Netanyahu. Previamente Galit Distel-Atbaryan, ex ministra de Netanyahu pidió «borrar a toda Gaza de la faz de la tierra», a la vez que apelaba a una «fuerza israelí vengativa y cruel» (Javéh dixit) que acabara con los «monstruos».

Netanyahu ha optado por la segunda opción y la comunidad internacional representada por Biden, Macron, Scholz, Cameron, etc, se lo han ido a agradecer apresuradamente en nombre de las democracias occidentales a las que ya les cuesta mucho dinero la guerra de Putin. Sólo Pedro Sánchez se ha mostrado crítico, lo que le ha valido el calificativo de «terrorista» a ojos del padre de la patria del pueblo elegido. Lo que demuestra que hasta Dios puede tener un mal día a la hora de escoger bando.