Bloomsbury en Mallorca

José Carlos Llop

José Carlos Llop

Cuando Gerald Brenan se instaló en Andalucía, recibió la visita de Lytton Strachey y Virginia Woolf y lo hicieron a lomos de burro. Fue la primera huella de Bloomsbury en España, pero antes que ellos y en paralelo, en Mallorca hubo una familia que sería –no me canso de repetirlo desde hace años– nuestro particular grupo de Bloomsbury. Con la familia sola bastaría, pero si añadimos a sus huéspedes y amistades, lo superaríamos. Me refiero a la familia Sureda de Valldemossa. Del Modernismo de la madre, Pilar Montaner, saldría la vocación pictórica de sus hijos Pedro y Jacobo y la escultórica de Pazzis, su hija. De la vocación cosmopolita del padre, Juan Sureda, disfrutarían su mujer y sus hijos, pero la gran beneficiaria sería Mallorca y aún es la hora de que se lo agradezcamos, al menos, con una calle en Palma a su nombre, como la tienen algunos de sus descendientes. Sin Juan Sureda, patriarca de la familia, no hubiéramos tenido a Rubén Darío, Sorolla, Borges, Unamuno, Singer Sargent y tutti quanti entre nosotros. Ni Mallorca habría tenido la calidad de estos propagandistas sin ruido. Sólo por la Epístola a Madame Lugones, de Darío, ya deberíamos darnos con un canto en los dientes. Prototurismo selecto y culto, que tuvo su motor en Juan Sureda con la ayuda de su mujer Pilar Montaner (de ahí los pintores). El poeta Jacobo Sureda y un joven Borges y su hermana Norah –que casaría con Guillermo de Torre, factótum teórico del Ultra – estarían detrás del primer manifiesto ultraísta –escrito en Palma y publicado en la revista Baleares– y la memoria de su amistad perduró hasta la muerte del argentino (Jacobo había muerto de tisis en los años treinta).

La familia Sureda –lo cuento por las generaciones que lo ignoran– vivían en el Palau del Rei Sanxo de Valldemossa: era su casa y dejó de serlo, algo a lo que no fue ajena la vida dispendiosa del patriarca de la familia. De ahí pasaron a vivir en pisos de Palma y casas en Génova o molinos en Sa Cabaneta. Como suele decirse, sin despeinarse y con una alegría que era parte del genio familiar. Como lo era el arte, siempre presente en aquellas casas suyas debido a una poco común sensibilidad artística que todos han tenido. Y acompañándola, el buen gusto decorativo que ha permanecido en sus sucesores actuales. Ellos no eran la casa –como es tradicional en algunas familias– sino que ellos ‘hacían’ la casa, estuvieran donde estuvieran: de una residencia real a un molino. Pedro, especialmente. Además, siempre he pensado que los Sureda crearon sin pretenderlo un estilo decorativo en el que la cultura popular se daba la mano con la alta cultura y que se extendió de Valldemossa a Deià: cal, pintura, cerámica, arte y barro. Una mezcla de austeridad de la payesía con el colorismo de cierta bohemia europea, que caló después en los viajeros –artistas y hippies– que aquí se instalaron. En todas sus casas –y he conocido algunas– uno se encuentra distinto y mejor que en cualquier otra más estudiada. Es otro don de los Sureda, un rasgo como su mandíbula austracista y una cierta liberalidad en las costumbres. Y cuando digo liberalidad me refiero a la aceptación del otro, del diferente, y a la ausencia de cerrazón desconfiada, tan insular. La hospitalidad generosa fue y es uno de sus rasgos habituales.

Las hijas de Pedro Sureda, las hermanas Sureda-Cañellas, han cuidado del legado transmitido por su padre y han ido exponiendo la obra de éste, o de su tía Pazzis, o recordando al poeta Jacobo, y manteniendo ese espíritu inconfundible que es el sello de los Sureda de Valldemossa. Elvira murió el verano pasado y quedan Catalina y Ñon. Como ya ocurrió en el Solleric hace un cuarto de siglo, ahora se expone el mundo de Pedro Sureda en el Museu del Fang de Marratxí, que fue su casa. Sus payeses danzantes, sus divertidos rostros, sus chistes –Cosas de Calafat y Coverbos d’en Pep Mindano–, su pintura, su cerámica, su mundo… allí donde vivió con su mujer Catalina –una de las mujeres más bellas de su generación–, sus tres hijas y su burro Caravaco, animal que festejaron desde Federico Díaz Falcón –vivió en el Hotel Artista de Valldemossa– a Robert Graves y sin saberlo, Virginia Woolf y Lytton Strachey cuando visitaron a Gerald Brenan. Junto a los cuadros y las vitrinas de su casa de la vida –el molino de Sa Cabaneta– hay un vídeo donde vemos algo de lo que fue esa alegría, tan particular y difícil de encontrar –la alegría de convertir la vida en un arte– y un hermoso texto de Raphel Pherrer que refleja impecablemente la atmósfera de la casa-en los 60-70 y el espíritu tutelar de su dueña, Catalina Cañellas. La exposición –comisariada por Catalina Sureda y Elvira González– es una delicia y se produce, sólo entrar, un curioso efecto circular: el retrato de Pedro Sureda pintado por Edward Cook nos mira junto al busto que le hizo su hija Catalina, y más allá, los retratos de Pilar Montaner pintados por su hijo conversan con el dibujo de Pedro Sureda trazado por su madre. Cook, Gittes, Montaner, Sureda… Alrededor de ese círculo están los paisajes de Valldemossa, Sa Marina, Deià y Génova –en los que se respira bajo luces tenues la Mallorca que perdimos–, los graciosos personajes creados por el artista y dos vitrinas de memorabilia que ilustran su faceta más humorística y etnográfica. Titulada Pedro Sureda retorna a ca seva, no deberían perderse esta exposición: es un fragmento de la mejor Mallorca que hayamos tenido nunca y que ya no tendremos jamás. Ya saben: en el Museu del Fang de Marratxí, antes Es Molí d’en Pedro Sureda. Y acabo con un diálogo de Cosas de Calafat de abril de 1971, hace sólo medio siglo, titulado ¿ES O NO ES LA ISLA DE LA CALMA?:

–Per a promocionar es bon turisme i conferir a Mallorca un encant particular, lo primer que s’hauria de fer és limitar sa velocitat.

–I si un homo té pressa?

–A un homo que té pressa, ja no li han de permetre s’entrada!

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