Deslealtad constitucional

Los instrumentos para proteger la dignidad del Estado

Luis Sánchez-Merlo

Luis Sánchez-Merlo

La derogación del delito de sedición en 2022, sustituido por un delito de desórdenes públicos, tuvo una motivación bien conocida: hacer concesiones a uno de los partidos independentistas cuyo concurso era preciso para la aprobación de los Presupuestos.

El momento actual, pendiente de la investidura que permita la formación de un gobierno, vuelve a iluminar los estímulos que subyacen a la aprobación de una ley de amnistía, para desandar un camino iniciado en el otoño de 2017, cuando una «rebelión de civiles» intentó quebrar el orden mediante una especie de «revuelta jurídica», valiéndose de leyes inequívocamente inconstitucionales.

Con la reforma del Código Penal desapareció el delito de sedición y se sustituyó por el de desórdenes públicos agravados. Se creó así un vacío legal, al no poderse castigar a los cargos públicos que, sin violencia, se organicen para separar un territorio del conjunto de España.

Ante este desierto legal, la responsabilidad del gobernante, con la dosis apropiada de fibra moral, tiene que encaminarse a evitar situaciones como las que pusieron en peligro el orden constitucional, al incumplirse las resoluciones del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo.

En su discurso de investidura, el candidato aspirante anunció que, de alcanzar el poder, plantearía la reforma del Código Penal para tipificar como delito la «deslealtad constitucional», y así evitar futuros desafíos a la Carta Magna.

Es una propuesta lógica en un Estado de derecho, con el objetivo de «reforzar los instrumentos para proteger la dignidad del Estado» y responder a los ataques que se puedan producir, ya que no es concebible que un sistema democrático se desarme frente a sediciosos y malversadores públicos.

La novedad estriba en que el líder de la centroderecha estaría contemplando la renuncia a la recuperación del delito derogado.

La doctrina penal ha criticado, con cierta inclemencia, el delito de sedición —caracterizado por la multitud de partícipes contra el orden público y la ausencia de violencia— por su vecindad con hechos que deben estar amparados por las libertades fundamentales de expresión, reunión y manifestación.

El anuncio, que ya figuraba en su programa electoral, despertó sorpresa y circunspección, entre quienes interpretan, de forma interesada, que la protección del Estado de derecho entraña la judicialización de la política.

Esta posibilidad de un delito de «deslealtad constitucional grave» no es nueva. Ya fue evocada en 2020 por Gonzalo Quintero Olivares, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Rovira i Virgili y autoridad indiscutible en cuestiones punitivas, que aludió a castigar «los intentos de separar una parte del territorio del Estado, o de una parte de una comunidad autónoma».

Para el penalista, la idea de recuperar el delito de sedición no sería una buena decisión, pero el bien del Estado de derecho exige, simultáneamente, una robusta protección, ya que resulta impensable mantener un vacío legislativo, subsiguiente a su derogación.

Son muchas las muestras de desprecio al orden constitucional que no tienen en España una réplica apropiada. La modificación de los desórdenes públicos puede «ser insuficiente» y la Constitución quedar desprotegida, desde el punto de vista del amparo penal.

Los actos de deslealtad constitucional, tratados como intento de abolir el «principio de esperanza» a la vigencia Estado de derecho, o como desorden público, también podrían calificarse como delitos de menosprecio al Estado de Derecho.

Para Quintero Olivares, en ellos tendrían cabida «conductas que implican desprecio y falta de reconocimiento del orden constitucional y buena parte de las decisiones orientadas al fomento y consecución de la independencia, así como las negativas a aceptar el orden proyectado por la Constitución de 1978».

Desde las manifestaciones de responsables públicos en contra de reconocer las decisiones del Tribunal Constitucional, a invertir dinero público en desprestigiar la imagen del Estado en el extranjero o en negar la vigencia de la Constitución en materias como la educación, hasta negarse a aceptar la presencia de las Fuerzas Armadas en un determinado territorio.

Siendo el intento de separar una parte del territorio nacional el delito más grave, seguido de otros como la negativa a reconocer al jefe del Estado.

Con una cautela final: «Hay que definir la conducta de forma precisa, porque es un término que se presta a una definición subjetiva. Los delitos se tienen que concretar en actos muy determinados, porque una actitud no es delictiva».

Al señalar que el nuevo delito se corresponde con las herramientas penales de «la mayoría de países de nuestro entorno», el templado aspirante a la silla curul no ha detallado qué tipo de conductas perseguirá la reforma, si afectará también al todavía vigente delito de rebelión, ni cuáles serían las penas.

El concepto literal de «deslealtad constitucional» no existe, como tal, en los códigos penales de otros países europeos, que, sin violencia, tienen más en cuenta la proporcionalidad de las condenas de cárcel. Como tal delito contra el orden público, puede resultar excesivamente penado en comparación con las penas que prevén otros Códigos europeos.

Hay quien opina de forma interesada que, con la falta de respuesta adecuada, se evita la «judicialización» de la política, con lo sencillo que sería hacer saber a los discrepantes que lo único que sería menester es homologar el Código Penal español con los demás códigos europeos.

En Alemania, la alta traición se castiga con hasta la cadena perpetua, pero requiere del uso de violencia para amenazar la integridad del país. En Portugal, la alteración violenta del Estado de derecho está penada con hasta una década de cárcel. En Francia los atentados y el complot violento alcanzan los 30 años de cárcel o incluso la cadena perpetua.

Los delitos que no conllevan violencia contemplan condenas mucho más bajas que las que recogía el desaparecido delito de sedición.

Desde un punto de vista práctico, la aparición de un delito de «deslealtad constitucional», aunque estuviera hecho a la medida del ‘procés’ de 2017, no se podría aplicar de forma retroactiva. En todo caso, se podría utilizar en desafíos independentistas posteriores a su entrada en vigor.

En sus resoluciones sobre las condenas penales del intento de golpe al Estado, el Tribunal Constitucional (TC) realza, de forma recurrente, la «deslealtad institucional entre entidades autonómicas y las instituciones del Estado, con hostilidad, especialmente frente al TC».

La traición con la Constitución no es exclusiva de los separatistas, pero eso no rebaja la importancia de que se arbitren respuestas que puedan ir de la nulidad radical de actos administrativos así orientados, a la formulación de delitos de deslealtad.

Eso sí, definiendo claramente lo que es y lo que no es la «deslealtad», ya que se trata de un término impreciso.

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